Roberto Gándara Sánchez
Importación de capital
Una reflexión sobre la Inversión Externa Directa (IED)
Roberto Gándara Sánchez
Un político prominente del patio (entendiendo por prominente el hecho de que recibe mucha atención mediática) hablaba sobre la globalización, en el contexto de la discusión de la Ley de Incentivos Industriales. Decía, haciendo eco a algunos empresarios, promotores y economistas, que la economía globalizaba presentaba oportunidades enormes para Puerto Rico y que nuestra “salida” consistía en una política pública que nos permitiera insertarnos en ella. Este falso argumento daba la impresión de que la llamada globalización es como un barco que pasa por nuestras costas repleto de capital de inversión y golosinas por lo que tan solo es necesario estirar la mano para tomar los dulces.
Pero la economía globalizada no es un ente benefactor, sino un fenómeno histórico complejo que ha transformado, en todo el mundo, estructuras y prácticas económicas, políticas, ideológicas, científicas, jurídicas y sobre todo, culturales (entendiendo cultura en su sentido antropológico y no artístico). Su ámbito de influencia, como indica el término, cubre todos los rincones del planeta, queramos o no estar insertados en ella. No es posible, por tanto, aislarnos de los efectos de la expansión arrolladora del capital supranacional y sus aspiraciones de reorganizarse bajo una nueva lógica planetaria y extraterritorial. Más que un generoso barco repleto de premios para todos, la globalización es como una onda perturbadora que nos impacta con sus oportunidades y peligros, y nos fuerza a sacar la cabeza de la arena insularista.
Una reflexión fundamental sobre la economía tiene que ver con la importación de capital para el desarrollo, la llamada Inversión Externa Directa (IED). En Puerto Rico, desde la Segunda Guerra Mundial, se percibe la inversión de capital externo como el instrumento principal para el desarrollo económico; es decir, para el progreso. Resulta irónico que entre los críticos actuales del viejo modelo de desarrollo persiste la noción de que la prosperidad depende principalmente de la capacidad de atraer capital externo. Por ejemplo, el reciente interés por conocer la experiencia de Irlanda se basa en la percepción de que esa república, cuya escala, experiencia colonial y condición isleña se asemeja a la de Puerto Rico, ha logrado insólitos niveles de riqueza por su habilidad para atraer inversión de capital externo. Es importante destacar que en nuestro caso, este capital incluye la inversión de empresas estadounidenses, estén o no globalizadas.
No obstante, es de notar que las prácticas actuales que organizan el flujo de inversión directa y global, es un asunto polémico en todo el mundo. Los análisis realizados por instituciones como las Naciones Unidas, concluyen que los beneficios del IED no son automáticos y que en ocasiones han sido nocivos para el desarrollo. Un dato conocido, por ejemplo, es que la movilidad del capital de inversión, es decir, la facilidad con que las empresas multinacionales se mudan de territorio, ha aumentado enormemente con el desarrollo de la economía global. Se sabe, además, que las decisiones de abandonar un territorio tienen que ver más con coyunturas extraterritoriales que con políticas nacionales de incentivos para la inversión. Es decir, la disponibilidad y permanencia de la inversión externa no se puede presuponer, por lo que es falaz pensar que legislar condiciones favorables al IED garantiza éxito y continuidad. Por lo tanto, el supuesto irreflexivo de que toda inversión externa es buena, debe ser visto desde una óptica crítica que considere las experiencias del mercado globalizado.
Lo que sí es evidente es que toda política de incentivos a la IED favorece principalmente a las empresas multinacionales ya establecidas, por lo que éstas suelen involucrarse en un intenso cabildeo para proteger y ampliar esos privilegios ante las demandas normativas del Estado. Las empresas multinacionales pueden tener un impacto positivo en una economía como efecto directo de sus operaciones: por ejemplo, en la creación de empleos. No obstante, toda inversión está dotada de una inestabilidad estructural que no le permite garantizar su permanencia. Mientras más aumentan las oportunidades de movilidad extraterritorial, más efímero es la IED. El sociólogo estadounidense, Richard Sennett, escribe en La cultura del nuevo capitalismo (2006) que con el debilitamiento de las restricciones nacionales a la inversión durante las últimas décadas del siglo XX, “las grandes empresas se rediseñaron para satisfacer a una nueva clientela internacional de inversores que aspiraban más a la ganancia en bolsa a corto plazo que al beneficio de dividendos a largo plazo”.
Robert Reich, economista de la Universidad de Berkeley, escribe en su nuevo libro Supercapitalism (2007), que la tendencia actual de la economía mundial favorece a los consumidores e inversores a expensas del bienestar social. Al primero mediante un aumento cuantitativo y cualitativo de productos de consumo, acompañado de mejores precios, y al segundo como resultado de rendimientos más altos a corto plazo. Ambos sectores, sin embargo, ejercen una constante presión para reducir costos de producción, sobre todo en el ámbito laboral. El resultado ha sido bueno para los consumidores y los inversores, dice Reich, pero negativo para el tejido social y la vida democrática. La responsabilidad social de la inversión se ha reducido de forma dramática, en un universo de competencia voraz donde el imperativo de profits a corto plazo domina la mentalidad empresarial en el mundo. El problema no es moral, en cuanto a que no se trata de si las personas actúan bien o mal, sino el resultado de la aplicación de la lógica interna del llamado súper-capitalismo de nuestros tiempos.
En otras palabras, el argumento de que lo que es bueno para el capital es automáticamente bueno para el desarrollo social del país en que se invierte (un argumento que se ha usado aquí recientemente en la controversia sobre Plaza Caribe) es a todas luces cuestionable, particularmente ante la experiencia reciente de la economía globalizada. Hay circunstancias locales que impactan sobre el cierre de fábricas y otros núcleos operacionales de empresas multinacionales, pero en realidad las fugas responden a fuerzas globales difíciles de controlar. En cuanto a la consideración de políticas de desarrollo económico, debemos tener presente que las empresas globales ya no se entretejen únicamente con el Estado, sino que tienen inversores en todo el mundo y una estructura de propiedad financiera demasiado complicada como para servir exclusivamente a los intereses de los territorios donde operan. Debemos, al momento de diseñar políticas públicas reglamentarias, reconocer la inestabilidad natural de la IED y destacar la diferencia estructural entre la inversión externa y la de capital nacional. Mientras la IED agudiza cada vez más su desvinculación de los países en términos de lealtad y responsabilidad social, el capital nacional tiende a establecer vínculos más sólidos con la comunidad y por lo tanto su permanencia es más propensa.
El proyecto AMI
En 1996, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD por sus siglas en inglés) organizó un Foro Mundial para considerar un acuerdo internacional sobre la Inversión Externa Directa (IED). Apoyados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), las instituciones Bretton Woods (ver pág. 17) y representantes del mercado global, se elaboró un proyecto para proteger la IED, limitando la potestad de los Estados para reglamentarla.
El proyecto de un Acuerdo Multilateral de Inversión (AMI) fue objeto de oposición inmediata por parte de la mayoría de los países que asistieron al Foro. Las negociaciones, promovidas por la OCDE, continuaron por varios años pero a la fecha el proyecto del AMI ha sido abandonado.
También vale considerar las consecuencias culturales y políticas de esa “nueva” economía que Zygmunt Bauman llama, la economía política de la incertidumbre. Pero eso es tema de otra reflexión. Por ahora baste recordar, como arguye Sennett, que la nueva economía globalizada no es todavía más que una pequeña parte de la economía global, pero ejerce una profunda influencia normativa como “mentalidad dominante”; es decir, como modelo de avanzada para la evolución del conjunto de la economía. Esta nueva economía, y sus modelos de inversión, deben tratarse “como una propuesta de cambio que, lo mismo que cualquier otra propuesta, debe someterse a una crítica rigurosa”. (Sennett, pág. 16)
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