lunes, 28 de enero de 2008

Ficciones y tachaduras de la literatura puertorriqueña

Francisco Font Acevedo

Soy conciente de que al incluir el gentilicio en el título condeno este texto, si no al olvido, a la marginación. A muy pocos lectores puertorriqueños les interesa su literatura y, fuera de esta ínsula con delirios de grandeza, eso que llamamos literatura puertorriqueña es una ficción insolvente e invisible. Asumo, pues, el desprecio del externo, descarto su lectura. Asumo también el raquítico público puertorriqueño que leerá con algún interés estas líneas. Ahora sí, entre nos, sin la ansiedad por la no-mirada del resto del planeta, se impone comentar con algún rigor el artículo “Frente a frente: los escritores y su obra” de Carmen Dolores Hernández (CDH), publicado en La Revista de El Nuevo Día, en su edición electrónica del 4 de noviembre de 2007. En particular, intentaré deslindar un puñado de ficciones (en su sentido de cosa fingida, de impostura) que tachan con encono el deseo de leer en puertorriqueño.
En “Frente a frente: los escritores y su obra” CDH re-crea el intercambio de ideas entre seis escritores puertorriqueños que fueron reunidos en la Universidad del Turabo a principios de septiembre. Al decir de la autora, reunieron “frente a frente” a Edgardo Rodríguez Juliá, Magali García Ramis, Juan Antonio Ramos, Luis López Nieves, Rafael Franco y Juan Carlos Quiñones. La repetición del sintagma “frente a frente” del título en la primera oración del texto me hizo pensar en un fructífero intercambio de ideas, en un debate serio sobre asuntos que atañen a la literatura puertorriqueña. No puedo afirmar categóricamente que haya o no haya ocurrido, pues no asistí a la actividad en la Universidad del Turabo, pero si juzgo por lo que se lee en el artículo no me perdí mucho. El artículo en sí es poco más que una colección de banalidades que bien podría publicarse en una revista de farándula. Preguntas como ¿cuándo, dónde y cómo empezaron a escribir? que abre el texto y la pregunta que lo cierra –¿cómo llevan a cabo el oficio?– son penosos lugares comunes del periodismo “cultural” más chato, formas de incitar la idiotez exhibicionista de los escritores. Importa poco si las preguntas las hizo CDH; aun si su tarea se limitó a compilar lo dicho en la actividad, la estructura frívola del texto tiene su firma.
De todas formas, no es esta ficción T.V. Guía la peor. Es sólo la envoltura de ficciones aún más tachables. Veamos algunas.
El discipulado literario
Al recordar sus comienzos como escritor, Edgardo Rodríguez Juliá, el otrora cronista de la crisis del muñocismo, establece que en su tiempo se buscaba, “si no la aprobación, por lo menos la lectura de escritores como René Marqués, José Luis González, José Luis Vivas Maldonado, Luis Rafael Sánchez”. Más que la descripción de una tradición perdida, la del discipulado literario, entreveo en sus declaraciones la nostalgia y acaso un reprimido resentimiento por el hecho de que los escritores más jóvenes no lo reconozcan como maestro ni pidan su consejo literario. No está de más aclarar que el discipulado literario –para lo poco que éste en realidad pueda servir– no ha dejado de existir; simplemente ha tomado otras formas y son otros los “maestros” aclamados. Por otro lado, cuando el discipulado literario se confunde con la pedagogía, hay que leer con humor la afirmación de Luis López Nieves en cuanto a que sus estudiantes de creación literaria son “nietos” de René Marqués, puesto que él se considera hijo del autor de La Carreta. Además del gesto de Papa literario que bautiza la cepa de escritores del futuro, el chiste de López Nieves presupone una genealogía literaria unívoca, como si para hacerse escritor en Puerto Rico hubiera que afiliarse a una tradición literaria bastante insufrible. Insisto que debe tratarse de una broma del autor de Seva: René Marqués, el que Manuel Ramos Otero en El libro de la muerte denostara por la cobardía de no asumir su homosexualidad, es el abuelito de todos nosotros. Es como para desternillarnos de la risa.
La tara histórica
¿Hasta cuándo tendremos que escuchar sobre la pasión histórica de los narradores del setenta? ¿Cuál es la pertinencia de sus resultados literarios? ¿Qué nos dicen hoy los delicados juegos de ingenio para impostar una épica que nunca hubo, para rellenar el fracaso, o las mitificaciones de un remoto siglo dieciocho? Si una historia urge apalabrar es la actual, la del fracaso profundo, la de la crisis abismal. Lo demás, además de leerse como reconstrucciones de anticuario o, en el mejor de los casos, como historia entretenida, no vibra de actualidad y, por ende, va perdiendo su pertinencia.
El mini-Boom o la grandilocuencia
Llamarle mini-Boom a la literatura puertorriqueña de los setenta, como hace CDH, porque “su impacto fue más restringido” que el Boom latinoamericano, raya penosamente en el delirio. Aparte de la obvia diferencia en calidad, la narrativa de los setenta no admite siquiera el mendicante mini ya que su impacto fuera de la ínsula es nula y su difusión casi inexistente. Además, vender miles de copias allá afuera no es consolidar una literatura de valor. Para vender libros existe el mercadeo y la publicidad en la industria editorial. Una literatura de impacto y valor tendría que generar textos, esto es, obras que sirvan de referencia en nuestra geografía y allende los mares, libros cuya impronta en la memoria cultural sea duradera, más allá del paso efímero por los escaparates de las librerías. Y si bien esto se procura cumplir aquí en forma de lectura escolar obligada –esa consabida técnica para asesinar la literatura–, no es así fuera de la ínsula. Pocos lo han dicho de forma más descarnada que Eduardo Lalo en donde: “Taras del colonialismo: una literatura llena de libros que no han llegado a ser, en ninguna parte, textos”. Antes de quejarnos sobre la incompetencia editorial en Puerto Rico y hablar de la cuestionable “suerte” que ha significado el establecimiento en la ínsula de editoriales como Santillana y Norma, hay que reflexionar con más seriedad sobre la ansiedad adolescente de algunos escritores por ganar un premio literario de renombre y vender un puñado de libros fuera de aquí. Como si ello bastara para validar una obra literaria.
La infantilización de la literatura
Pero la grandilocuencia tarde o temprano revela su impostura. En “Frente a frente: los escritores y su obra” las quejas de la mayoría de los escritores por la dificultad para lograr una difusión internacional, cancelan la afirmación de CDH en cuanto a que nuestras letras “están comenzando a resonar fuera de la Isla”. Las quejas son los refritos de siempre: apenas se exporta la literatura de aquí porque somos una colonia, porque somos gente marginada, por la incompetencia editorial, etcétera. Sólo Juan Antonio Ramos ofrece una solución para superar el impasse y ganar el favor de mercados internacionales: escribir literatura infantil y juvenil. Vale la pena citarlo: “En este sentido veo que cada vez es más necesario que los escritores pensemos también en este tipo de literatura por la manera en que está avanzando y copando mercados”. Escribir literatura juvenil o infantil, por lo tanto, no tiene que responder a una inclinación artística, sino a una estrategia para vender más en más mercados. Esta ficción es sin duda la más tachable de todas, pues equivale a infantilizar la literatura en menoscabo de una obra “adulta” que se presume menos rentable. De la frivolidad adolescente pasamos a la jaibería pueril de reorientar una obra a base de efímeros criterios de mercado.
Más ficciones tachables se encuentran en “Frente a frente: los escritores y su obra”, pero algunas son de tal frivolidad que no merecen siquiera mencionarse. A manera de conclusión a este comentario, quisiera citar a Juan Carlos Quiñones, cuyas intervenciones tuvieron la virtud de no caer en la tautología ni en la cómoda cultura de la queja. Al explicar el desdén hacia la historia y la nación como motivos literarios entre los escritores más jóvenes, dice: “Una forma benévola de ver ese problema sería decir que hay una especie de división del trabajo: ya eso se hizo, lo hizo la generación del 70, ya no hay que hacerlo. Es una posición cómoda. Otra forma de verlo es desde una saludable pugna generacional que implica un distanciamiento: esta gente escribe así, pero yo no quiero escribir así. Es muy productivo a nivel literario; la literatura surge por polémicas así”. De la cita me interesa rescatar el valor que Quiñones atribuye a la polémica en la literatura, en contraposición a los posicionamientos blandengues y benévolos. Si aplicamos estas categorías al artículo de CDH, habría que concluir que estamos ante una literatura que en su conjunto le falta garra, una literatura quejosa, dispuesta a transar benévolamente por las migajas de un mercado internacional cada vez más frívolo y culturalmente equívoco. Una literatura, salvo pocas excepciones, fácilmente tachable.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustaría saber quién es Francisco Font Acevedo.