martes, 27 de mayo de 2008

Prólogo


La incertidumbre mundial causada por la expansión de una economía cada vez más globalizada y ajena al control de los gobiernos nacionales, trae necesariamente a la agenda pública el tema de cómo organizar los programas sociales que hasta ahora han sido función del Estado Benefactor, pero que se han debilitado ante el anquilosamiento de las burocracias estatales y las presiones reformistas de la nueva economía. Vivimos hoy una crisis del Estado Benefactor, de sus prácticas y fundamentos, ante el asedido sistemático de la emergente mentalidad conservadora que sustenta la ideología neoliberal de esa nueva economía. De acuerdo a las ideas neoliberales, un mercado autoreglamentado, sin intervención del Estado más allá de velar por el orden y hacer cumplir los acuerdos privados, produce una economía más robusta, lo cual, de por sí, genera bienestar social. Mientras más prósperos sean los sectores privilegiados del mercado, más abundante será el bienestar para toda la población. Se dice que las prácticas estatales dirigidas al ámbito social han estado marcadas por la ineficiencia y el alto costo de las megaburocracias gubernamentales. Ante el fracaso del Estado Benefactor, la respuesta lógica es desmantelar las instituciones estatales, desreglamentar la economía y confiar en las virtudes del libre mercado.

Las dificultades que afronta el Estado posmoderno ante la burocratización de las agencias públicas, los límites de la dinámica electoral, las alianzas de la clase política con los intereses de la nueva economía y la propaganda constante de los medios de comunicación masiva, han abonado el camino a esta ofensiva ideológica, por lo que el Estado Benefactor (con sus políticas paternalistas, laborales, reglamentarias y proteccionistas) se encuentra hoy en franco deterioro en todas partes del mundo y tocado por la inseguridad y la incertidumbre.

No obstante, la experiencia real apunta a que los reclamos del mercado también están marcados por rotundos fracasos, debido a que la hegemonía del lucro, que es lo que define sus acciones, causa en ocasiones efectos dañinos, mientras debilita y entorpece el desarrollo de instituciones de servicios sociales que no son rentables. Las sucesivas crisis mundiales en los campos de la salud, la educación y el trabajo, por no mencionar los efectos devastadores de la globalización sobre el ambiente, la inequidad en la distribución de bienes y el aumento de los flujos migratorios, entre otros, obligan a revalorar el papel del Estado, que a la fecha ha sido intervenido y deformado por la privatización y la comercialización. El reto actual no es tanto perpetuar las estructuras del Estado Benefactor, cuanto pensar en transformaciones correctivas, capaces de hacer frente al deterioro de las instituciones tradicionales y a los reclamos retóricos de los intereses privados. Reflexionar en torno a la antinomia entre Estado y mercado obliga a evadir respuestas simplistas y adoptar una actitud de escepticismo ante los reclamos de los acólitos de ambas respuestas.

La alternativa que propone el mundo corporativo se apoya en el principio de la responsabilidad social empresarial (RSE), mediante el cual las empresas aportan medios para el desarrollo de organizaciones y actividades no rentables de valor social. Esta alternativa pretende contribuir a la estabilidad y buen funcionamiento de la comunidad, debilitar el monopolio del Estado y promover las virtudes del libre mercado. La otra solución propone que el Estado posindustrial asuma la responsabilidad por aquellos servicios sociales esenciales que por naturaleza quedan fuera de los intereses comerciales del sector empresarial. Estos servicios pueden ser suplidos directamente por reformadas agencias gubernamentales especializadas o, como alternativa al anquilosamiento de las megaburocracias, por organizaciones subsidiarias autónomas sin fines de lucro, las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG). Hay que tener presente, mientras la lógica más simple apunta a un esquema que combine ambas iniciativas, la estatal y la empresarial, que lo importante es articular una visión clara de política pública respecto a dónde reside la responsabilidad primaria del bienestar social: en el mercado o en el Estado.

Plural publicó en su edición número 17 (pág. 8), un artículo sobre Subsidiaridad, describiéndolo como un instrumento viable para delegar responsabilidades sociales del Estado en organizaciones especializadas autónomas y no gubernamentales. Allí se estimó que era falsa la premisa de que el apoyo del sector privado a empresas o instituciones culturales y educativas es preferible al subsidio estatal, debido a que  éste está sujeto a controles políticos y la censura oficial. Plural entiende que la experiencia dice lo contrario: las dádivas empresariales, que por lo general son precarias, tienden a incorporar fuertes mecanismos de autocensura bajo criterios conservadores de prudencia, conformismo ideológico y buenos modales, todos marcados por un fuerte sentido de inseguridad; mientras que los fondos públicos estabilizados por leyes y convenios interfieren menos con la autonomía operacional de las instituciones subsidiarias. La subsidiaridad se valida precisamente por la inviolabilidad de los principios de responsabilidad social, libertad de acción, eficiencia y autonomía operacional.

Bajo la teoría democrática antiautoritaria moderna, la sociedad civil, mediante sus instituciones públicas, está llamada a participar en la formulación de políticas públicas de Estado, y el gobierno a administrarlas. En esta ética participativa, más que en la franquicia electoral, es donde reside el verdadero espíritu democrático. Por eso, el debate sobre el asunto de cómo implantar medidas de responsabilidad social no es un mero ejercicio retórico, cuanto el cumplimiento de una responsabilidad cívica ineludible.

Alfredo Carrasquillo Ramírez, psico-analista, especialista en cuestiones de la RSE, y promotor de la filantropía privada, resume los fundamentos históricos y las virtudes del activismo corporativo, resaltando los beneficios sociales y empresariales que tal práctica conlleva, particularmente en los tiempos que vivimos. Un segundo artículo parte del análisis de un libro reciente, Supercapitalism, de Robert Reich, profesor de economía de la Universidad de Berkeley y Secretario del Trabajo en Estados Unidos bajo el presidente Clinton. Reich clasifica los presupuestos de la RSE como anacrónicos y expone algunas de sus incoherencias, contradicciones y efectos lamentables para el ethos democrático. Le sigue un análisis empírico de la pequeña filantropía que prevalece en Puerto Rico y las promesas incumplidas del mercado. Los ejemplos citados testimonian con elocuencia el desfase entre la retórica de la nueva economía y la experiencia real.

Uno de los temas de política social más controvertidos del momento –y sobre el cual existe mucha desinformación– es el de las burocracias estatales. Los acólitos del neoliberalismo no cesan de apuntar al fracaso histórico de las burocracias del Estado: su ineficiencia, insensibilidad, rigidez, altos costos, pobre calidad de servicios, obsesión controladora, politización, pretensión tecnocrática y tendencia a monopolizar servicios. Es un tópico común adjudicar la causa de las promesas incumplidas del Estado Benefactor a la naturaleza irredimible de sus megaburocracias. Esta crítica no es irrazonable en tanto se afinca en la experiencia real de la modernidad; pero esta acusación es incompleta y en muchos casos demagógica, porque su análisis es simplista y porque media una agenda escondida de justificar la expansión de las redes del mercado en sustitución de la responsabilidad social del Estado. El dossier, por lo tanto, incluye una reflexión sobre la coincidencia estructural y funcional de las burocracias estatales y corporativas. Al preguntarse si el libre mercado es una alternativa razonable a las burocracias del Estado, se propone que ésta es una falsa antinomia, porque la economía de mercado está atravesada por burocracias corporativas que operan bajo las mismas normas estratégicas que las públicas. Ambas comparten la extensión ciega y avara del poder hacia la sociedad civil. En la economía posindustrial, las poderosas redes de organización burocrática que penetran y organizan la vida económica, son realmente similares a las del Estado. Las organizaciones corporativas burocráticas tienden también a convertirse en instituciones rutinarias, con el fin de dominar y administrar profesionalmente las esferas de la vida, y convertir a la ciudadanía en objetos despolitizados. El control tecnológico, en ambas esferas, se alimenta del culto a la autoridad tecnocrática, lo que es característico de toda oligarquía, por lo que, el término burocracia ya no puede caracterizar únicamente los procesos de planificación política y la administración del Estado.

El dossier contiene también una nota sobre los nuevos filántropos globales, los noveles celebrities de la filantropía global, y otra sobre el surgimiento en Estados Unidos de un cuarto sector: nuevas corporaciones especializadas en proveer servicios sociales, independientemente de su rendimiento económico.

Plural invita a sus lectores a reaccionar sobre este importante tema, que se torna cada día más urgente ante la fragilidad de las anquilosadas megaburocracias culturales y educativas, la demagogia y depredación de la comercialización y la creciente banalidad de las actividades publicitarias massmediáticas del mercado.

 

Responsabilidad social empresarial


Alfredo Carrasquillo Ramírez

 

Los primeros años del siglo XXI han traído consigo una mayor visibilidad al tema de la responsabilidad social empresarial. De ser un concepto poco presente en la discusión pública, hoy los medios de comunicación evidencian que el mismo parece estar cobrando alguna centralidad en las prácticas corporativas o al menos en los modos en que las organizaciones narran su proceder en el entorno en que operan. Los escándalos corporativos registrados en años recientes y las consecuentes medidas gubernamentales para exigir un nivel más alto de cumplimiento y rendición de cuentas, han llevado a algunos autores a plantear que el siglo XXI dará inicio a una era de transparencia en la cual las corporaciones se verán obligadas, al menos mucho más que antes, a poner algunas de sus cartas sobre la mesa.

Tales escándalos explican sólo en parte la relevancia que la responsabilidad social empresarial parece estar adquiriendo en nuestros días. No hay duda que el valor de marca y los niveles de capital de reputación a los que acceden las empresas están condicionados hoy más que nunca por la discusión pública sobre las prácticas corporativas y sus consecuencias, que se da en los medios tradicionales y en nuevas plataformas de intercambio social a través de la Internet. Pero al impacto de dichos escándalos y a los juicios de la opinión pública sobre las prácticas empresariales se suman, a mi modo de ver, otras claves importantes del panorama de finales del siglo XX que nos ayudan a comprender la centralidad que va adquiriendo la temática de la responsabilidad social de las empresas.

Una de las claves radica en la revisión que muchos gobiernos del orbe hicieron de sus políticas sociales en los años noventa. El gobierno del presidente Clinton en Estados Unidos, por ejemplo, con su proyecto de transformación del Estado Benefactor, motivó reflexiones sobre el rol del estado y la atención a las demandas y necesidades sociales. Lo que en Francia Pierre Rosanvallon llamó la nueva cuestión social y planteó como la necesidad de repensar el estado providencia, llevó a muchos gobiernos a replegarse del social delivery; a intentar, no con mucho éxito, tomar distancia de las prácticas generadoras de dependencia, y ver en las organizaciones de la sociedad civil tales como los grupos de base comunitaria y las entidades sin fines de lucro, posibles actores que podrían asumir un rol más protagónico en la atención de las necesidades sociales en campos y ciudades. No es casual que en casi todos los países del mundo, la década de los noventa haya traído un incremento dramático en el número de organizaciones sin fines de lucro; aumento que Lester Salamon en el principal centro de investigación sobre estos temas ubicado en la Universidad de Johns Hopkins, denominó una verdadera revolución asociativa. En ese contexto de repliegue del Estado y protagonismo de las organizaciones del sector social, en atención a las necesidades sociales, se comenzaron a formular también nuevas demandas y expectativas del papel del sector privado frente a la transformación de la realidad social.

A los cambios en el modelo del Estado Benefactor, se suma el reconocimiento del fracaso por parte de muchas organizaciones multilaterales de cooperación, en sus esfuerzos de incentivar el desarrollo y reducir la pobreza. Contrario al retorno esperado de la inversión de cientos de millones de dólares en proyectos de promoción del desarrollo social, dichas organizaciones y fundaciones filantrópicas en los cuatro puntos cardinales del planeta fueron testigos de cómo la brecha entre ricos y pobres se fue agigantando, cuestionando así, entre otras cosas, la inefectividad de las estrategias caritativas, filantrópicas y de cooperación para el desarrollo articuladas hasta el momento. Más aún, el fenómeno Bill y Melinda Gates o su equivalente latinoamericano Carlos Slim, esto es, la existencia de ricos cada vez más ricos, genera la expectativa pública de que se articulará alguna estrategia filantrópica o iniciativa de responsabilidad social de importancia, tal como lo han hecho los Gates a través de la creación de la que es hoy la principal fundación filantrópica del planeta.

El fin de la llamada guerra fría y el que muchas organizaciones de sociedad civil pasaran de una dedicación exclusiva al activismo a la prestación de servicios, posibilitó espacios para un diálogo, inicialmente tímido, entre líderes del sector social y del sector privado. Poco a poco, la lógica binaria y maniquea que separaba a grupos y sectores con buenas dosis de sospecha en ambas direcciones, abrió pequeños espacios para que se registraran algunos diálogos en los que líderes de ambos sectores vieran posibilidades de construir confianza y articular iniciativas de alianza y colaboración. Igualmente, el fracaso del reino tecnocrático y las políticas neoliberales en reducir las brechas sociales llevó a algunos empresarios a replantear los modos de incidir sobre el cambio social. Partiendo de la fórmula articulada por un banquero de que una economía saludable depende de una sociedad saludable, muchos empresarios ilustrados vieron en la inversión social un potencial de retorno prometedor tanto para el cambio social como para la rentabilidad de las empresas; metas que de repente dejaban de verse como mutuamente excluyentes y pasaban a ser conciliables.

Pero hay más. El llamado escenario de la globalización con un aumento significativo en la competencia en el sector empresarial y los cambios apresurados en los modos de organizar la vida cotidiana y de hacer negocio se convierten en otra clave importante, ya que enfrentan a las empresas con la inevitable contingencia de sus ventajas competitivas y con una urgencia continua de destaque y diferenciación. En tal escenario las empresas globales o extranjeras se ven llamadas a desarrollar prácticas de negocio que les permitan acumular capital de reputación y construir un valor de marca por la vía de nuevas y más sólidas estrategias de posicionamiento; de ahí que la responsabilidad social empresarial, particularmente iniciativas de voluntariado corporativo y de mercadeo vinculado a causas, adquieran centralidad. Para así hacerlo, las grandes empresas ven la importancia de gestionar directamente sus relaciones con la comunidad y no a través de intermediarios del tipo Fondos Unidos. No es casual, por tanto, que el fortalecimiento de las tendencias actuales de la responsabilidad social empresarial, traiga consigo una disminución o al menos un cuestionamiento del rol de los intermediarios, vale decir, entidades filantrópicas que sirven de puente o enlace entre las empresas y los grupos comunitarios u organizaciones sin fines de lucro.

Es pues, en el contexto de estas claves que he intentado precisar, que muchas empresas han comenzado a moverse de lo que el mexicano Manuel Arango llamaba la “filantropía de chequera” para comenzar a practicar la responsabilidad social empresarial que hoy adquiere tanta visibilidad. Las definiciones de responsabilidad son tan numerosas como las publicaciones sobre el tema. Pero la gran mayoría comparte unos elementos básicos: se trata de una comprensión y aceptación del hecho de que la rentabilidad y viabilidad de la empresa depende no sólo de que ésta cumpla con el compromiso que tiene con sus accionistas, sino que reconozca la existencia y necesidad de mostrar su compromiso con otros públicos, tanto internos como externos. La responsabilidad social empresarial supone, por tanto, un conjunto de actividades, actitudes y comportamientos al interior de las empresas (con sus empleados o asociados, por ejemplo) y en las relaciones de las empresas con públicos externos tales como su cadena de valor, sus clientes, la comunidad en la que operan, y los distintos grupos de interés con quienes la organización coexiste.

Si bien algunas corporaciones, grandes y pequeñas, han visto en estas tendencias una oportunidad para pensarse a sí mismas como ciudadanos corporativos e interrogar su desempeño y responsabilidad con el entorno, muchas empresas siguen operando sin mayores transformaciones pero echando mano del concepto de responsabilidad social empresarial para nombrar lo que siempre han practicado. De este modo, el concepto de responsabilidad social empresarial adquiere valor de significante vacío, para cobijar acercamientos caritativos tradicionales, acercamientos cosméticos únicamente preocupados por la imagen o acercamientos de la cultura de mercadeo conforme a la cual la empresa no da puntada sin dedal, preocupados únicamente por acumular valor de marca, sin preguntarse mucho sobre cómo sus estrategias añaden valor a sus aliados comunitarios. Otras empresas llaman responsabilidad social empresarial al mero cumplimiento con las exigencias de las agencias reguladoras del Estado, o a los mecanismos que ponen en práctica para rendir cuentas y ser transparentes.

Mientras muchas organizaciones no pasan de allí, vemos honrosos casos de grandes corporaciones y pequeñas o medianas empresas que se toman muy en serio la articulación de valores y compromisos en ruta a delinear lo que serán sus prácticas de responsabilidad social empresarial. Dichas organizaciones se acercan a la responsabilidad social empresarial viendo en ella una estrategia de inversión social con buen potencial de retorno directamente atado a la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la empresa. Más aún, comienzan a comprender y experimentar el acercamiento propuesto por Michael Porter al hablar de responsabilidad social empresarial estratégica: en vez de insistir en enfrentar empresa y sociedad, se comienza a pensar y operar a partir de un principio de valores compartidos que permite identificar, sin obturar antagonismos y diferencias inevitables, puntos de confluencia e interdependencias. Las proposiciones de valor que comienzan a formularse en los intercambios entre grupos comunitarios y empresas que operan conforme a este enfoque tendrán mucho que decirnos sobre cómo es posible hacer negocios operando conforme a otra ética, capaz de conciliar rentabilidad y responsabilidad.

 

Contradicciones e incoherencias


Roberto Gándara Sánchez



En su libro Supercapitalism (2007), Robert Reich, quien fuera Secretario de Trabajo el la administración del presidente Clinton, expone una reconversión personal en cuanto a las supuestas virtudes de lo que se conoce oficialmente como responsabilidad social empresarial (RSE). De haber sido un fiel creyente en que la implacable búsqueda de ganancias –el imperativo de toda empresa– es compatible con la responsabilidad social, ahora piensa que la RSE representa una desviación de prácticas capitalistas tradicionales que socava los fundamentos de la vida democrática.

El tema principal del libro no es la RSE, sino la transformación de las estructuras económicas en Estados Unidos y el mundo durante las últimas tres décadas, bajo las normas de la llamada nueva economía que él designa como “supercapitalismo”. Es un nuevo ordenamiento de políticas económicas, cuya base ideológica ha sido formulada y promovida por las teorías de Milton Friedman y su escuela neoconservadora, conocida como neocoms o The Chicago Boys. En su libro, Reich describe las estructuras, interpreta las dinámicas, detecta las causas y evalúa las consecuencias de esa nueva economía que privilegia el consumo, el mercado libre, el retraimiento del Estado Benefactor y la hipermovilidad de la producción, los servicios y, sobre todo, del capital de inversión. Su tesis es que el capitalismo democrático de los años de la posguerra, dominado por oligopolios que controlaban los mercados y a la misma vez asumían responsabilidades sociales como socios del Estado, ha sido sustituido durante las últimas cuatro décadas por un comercio global organizado en torno a los valores del consumo y la inversión. Una feroz competencia mundial para ofrecer más y mejores productos a precios bajos (bueno para los consumidores) y mayores rendimientos a corto plazo para la inversión de capital (bueno para los inversores), ha tenido dos efectos paralelos: aumentar la producción de riquezas a niveles nunca antes vistos, y alterar radicalmente el tejido social y cultural, en detrimento de prácticas y valores democráticos.

En este nuevo orden económico, donde impera la desregulación, la privatización, el retraimiento del sector público, y para el cual la única meta corporativa es maximizar ganancias, hay poco espacio para empresas que tratan de asumir algún tipo de responsabilidad social. Reich traza la teoría y práctica de la RSE a finales del siglo XIX, y ubica su punto de maduración en la época del capitalismo democrático de la posguerra. Para esa época, la idea de la RSE se había institucionalizado en el mundo empresarial, lo que explica que haya llegado a ocupar un espacio privilegiado en los currículos de las facultades de comercio de Estados Unidos. Hoy, sin embargo, comienza a dominar la doctrina promulgada por Friedman y sus discípulos al efecto de que la responsabilidad social empresarial no es cónsona con los principios de eficiencia comercial; es decir, que es nociva para el mundo competitivo del libre mercado. Además, insiste Friedman, la salud social es el resultado natural y automático de las dinámicas del libre mercado, por lo que no hacen falta programas dirigidos al bien social, sean éstos gubernamentales, empresariales o del tercer sector. Más aún, la intromisión del mercado en asuntos sociales sin que medien ganancias tiene usualmente un efecto negativo. Para el pensamiento neoconservador de Friedman y sus discípulos, por lo tanto, la RSE, al igual que la participación directa del Estado en la economía, crea más problemas de los que soluciona.

Ese reclamo ideológico radical ha encontrado un caldo de cultivo en las instituciones de la economía global, generando un intenso cabildeo a favor de la privatización (la apropiación de servicios públicos rentables por parte del mercado), la desregulación de las actividades comerciales, el traspaso de recursos del Estado al sector privado y el retraimiento del poder de las burocracias gubernamentales.

Reich identifica una paradoja en este devenir histórico. Mientras más se benefician los consumidores como resultado de la competencia por ofrecer más y mejores productos a precios más bajos, y mientras los inversionistas ven sus réditos aumentar a corto plazo, más presión se ejerce sobre las empresas para reducir sus costos de producción, ampliar sus mercados y aumentar ganancias. El resultado de este clima de escalonada competitividad global ha sido la proliferación de deslocalizaciones, de políticas laborales más restrictivas y la adopción de políticas públicas que privilegian metas de desarrollo económico sobre los valores de equidad, participación democrática, justicia social y la integridad del ambiente.

Reich identifica como uno de los males de este estado de situación, el enorme aumento de gastos corporativos dirigidos a influenciar al sector público. Vale destacar la proliferación de cabilderos que representan intereses corporativos en Washington, DC (vea tabla). Otro factor de cooptación del sector público por parte del mercado es el aumento de donativos a campañas políticas. Las contribuciones corporativas a éstas, por ejemplo, se duplicaron en un breve lapso de 20 años, alcanzando en el año 2000 la astronómica cifra de $1,000 millones.

De modo que, según Reich, el acoso a las instituciones democráticas proviene de dos direcciones. La primera se asienta en la pérdida de confianza general en las instituciones del Estado como resultado de la creciente desesperanza y desasosiego ante el aumento de la inseguridad económica, la inequidad y la inestabilidad laboral. La visión de un progreso continuo y estable hacia un escenario de clase media accesible a todos bajo la sombra generosa de un Estado Benafactor (el American Dream de la posguerra) se ha desvanecido ante la persistencia e intensificación de los niveles de desigualdad y exclusión, la expansión cuantitativa de la pobreza, la liquidez del mercado laboral y el dominio que comienza a ejercer el sentimiento de incertidumbre; es decir, de desconfianza ante las posibilidades del futuro. La segunda fuente de acoso a la democracia es la cooptación de la esfera pública por el mercado mediante prácticas corruptas de influencia política para promover la lógica de la nueva economía. La esencia de la democracia para Reich no es el sistema electoral, sino la acción concertada de ciudadanos en búsqueda del bien común; por lo tanto, en un escenario en que es el mercado y no los ciudadanos el que impone las reglas, quien pierde es la democracia.

Reich no es un socialista radical, por lo que insiste en reconocer que el sistema capitalista es esencial para la democracia porque ésta requiere centros privados de actividad económica, independientes de la autoridad del Estado, sin los cuales los ciudadanos no podrían disentir y subsistir al mismo tiempo. Sin capitalismo, en otras palabras, no puede haber democracia. Pero la economía de mercado, en cambio, no necesita de la democracia para ejercer su dominio. El caso de Chile le sirve de ejemplo. Augusto Pinochet no tardó en implantar las teorías económicas de Friedman, pero su dictadura cleptocrática, con Friedman de asesor a su lado, duró más de quince años.

Pero el peligro para la democracia no reside en golpes militares y seres moralmente corruptos y sanguinarios como el dictador chileno. Yace más bien en las estructuras profundas del llamado “supercapitalismo”. La paradoja actual, dice Reich, es que los cambios dirigidos a beneficiar el consumo y la inversión han erosionado las herramientas políticas y culturales que atemperaban la desigualdad y generaban confianza en las instituciones. En palabras del autor, “al debilitar la red de la seguridad social, el orden supercapitalista ha respondido bien a las necesidades de consumo individual, pero no a las aspiraciones ciudadanas”.

La transición del capitalismo democrático al supercapitalismo, también afectó el concepto y la práctica de la RSE, por lo que Reich le dedica un capítulo al tema (“Politics Diverted”). En la base de esa trasformación sistémica yace la movediza relación entre las corporaciones y el Estado, que ha logrado alterar las prácticas tradicionales de bienestar social y promoción cultural. Por ejemplo, se percibía antes de la nueva normativa global, que los campos de la educación, la salud, la vivienda y el trabajo eran responsabilidad principal del Estado, en las cuales entes del mercado participaban activamente pero bajo reglas que el primero fijaba y administraba. Ahora, en cambio, se promueve la idea de que el sector privado sea quien se ocupe de estas funciones, bajo sus propias normas.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, dice Reich, el panorama económico mundial estaba dominado por megaempresas, muchas de ellas oligopolios o monopolios, cuya escala y estabilidad les proveía el lujo de pensar metas a largo plazo y considerar el bienestar personal y comunitario de los sectores laborales. Ahora, sin embargo, son otras las reglas del juego y éstas excluyen asumir responsabilidades sociales. Las empresas multinacionales saben que es necesario organizar una nueva normativa, un nuevo contrato social que no incluya la responsabilidad social empresarial, particularmente en lo que atañe al campo laboral. No es de extrañar, por lo tanto, que el primer ataque a la tradición de la RSE vino de la derecha neoliberal. Fueron precisamente Milton Friedman y sus discípulos neocoms los que esbozaron el argumento de que la única responsabilidad social de las empresas era obtener ganancias (profit making) y que lamentablemente algunos ejecutivos capitulaban por debilidad ante las presiones de argumentos politically correct promovidos por los cabilderos del RSE. Para la mentalidad neoconservadora, la meta de toda empresa y la responsabilidad social empresarial no son compatibles, ni siquiera a largo plazo.

No obstante, la idea de la RSE sobrevive en el mundo empresarial, aunque tan solo sea por su valor retórico. En otras palabras, sigue considerándose bueno para la imagen pública de las empresas y sus ejecutivos. Las razones son múltiples: en primer lugar, la promesa de ser socialmente responsable ayuda a evitar que el Estado adopte legislación y políticas reguladoras que podrían afectar adversamente las metas comerciales. En el sector ambiental, un ejemplo que usa Reich, las empresas culpables de derramar petróleo en los océanos están prestas a anunciar su compromiso con el ambiente y la implantación de nuevos controles autoimpuestos. El mensaje es que no hace falta imponerle reglas a compañías comprometidas con el ambiente y que son socialmente responsables. Por eso, la clase política dominante en Estados Unidos suele criticar los abusos esporádicos de las compañías petroleras, mientras conspira para entorpecer la adopción de medidas reglamentarias que evitarían esas prácticas.

Una segunda meta estratégica de la RSE es disfrazar medidas económicas con criterios de responsabilidad social. La decisión de Dow Chemical de reducir emisiones de carbón se toma porque reduce costos de producción, no para proteger el ambiente. De igual forma, cuando Starbucks otorgó un seguro de salud a sus empleados no lo hizo para ser más responsable con sus empleados, sino para reducir el nivel de turn overs. En el campo de las inversiones ocurre lo mismo. Cuando el Sistema de Retiro de Empleados Públicos de California anunció una inversión de $200 millones en el sector de nuevas tecnologías ambientales insistió en el valor social del evento, pero lo que verdaderamente justificó la inversión fue la aspiración a obtener buenos réditos de una industria en expansión. En otras ocasiones, la presión de los consumidores ha forzado la adopción de políticas corporativas que luego se anuncian como socialmente responsables. Este es el caso de Wendy’s cuando abandonó la práctica de freir su comida con trans fats. El motivo no fue ser más responsables con la salud pública sino proteger sus mercados en áreas donde los consumidores comenzaban a rechazar ese producto. Estos ejemplos, insiste Reich, denotan smart management y no responsabilidad social.

Un tercer valor estratégico de la RSE es comunicarle a nuevas generaciones de jóvenes talentosos que el mercado ofrece buenos privilegios económicos y sociales, mientras abre oportunidades para ser socialmente responsable. El mensaje es que no hay por qué aceptar sacrificios económicos como los del magisterio o el trabajo social para hacer el bien, cuando las instituciones del mercado proveen, junto a obvias ventajas económicas, la satisfacción psicológica de ser responsable con la comunidad.

Pero a Reich no le interesa vilipendiar a las empresas ni promover el cinismo. No se trata de un asunto moral de buenos y malos, sino de reconocer los imperativos reales de la nueva economía. La conducta de las empresas hoy, dice, no delata falta de conciencia social o posturas inmorales; simplemente responde a su propia lógica, a la presión de consumidores e inversores en un mundo cada vez más competitivo. Para los inversores y sus agentes, la responsabilidad social no es un elemento particularmente atractivo; tan solo cuentan las promesas de ganancias a corto plazo. El largo plazo hoy no es más que el valor de ganancias futuras. En cuanto a los consumidores, ocurre lo mismo. ¿Cuántos estamos dispuestos a pagar más por lo que consumimos a cambio de que las empresas sean más socialmente responsables?

Los fundamentalistas del mercado insisten en que apoyar proyectos sociales, culturales y ambientales diluye la energía necesaria para competir con éxito en el mercado global. Reich coincide con la idea de que la responsabilidad social es incompatible con los intereses corporativos, pero desde otro punto de vista. Él insiste, como parte central de su tesis, que a quien le corresponde asumir la responsabilidad por el bienestar social es al Estado y no al mercado. Es a éste a quien le toca proteger el ambiente y proveer educación, salud, vivienda, seguridad social, paz y estabilidad laboral, mientras vela por que la interacción del mercado no afecte negativamente el tejido social y la cultura democrática.

Resulta irónico, dice el autor, que el activismo empresarial en programas sociales y culturales impida que se implanten reformas institucionales reales y necesarias para el bien común. Por otro lado, el dinero que reparten las empresas en el campo político, directa e indirectamente, tiene el efecto de corromper la clase política y las burocracias gubernamentales, limitando así su capacidad real de reglamentar adecuadamente los excesos del mercado y de promover con éxito la justicia social.

Reich reconoce que la tradición de la RSE se ha expandido al grado de dominar el ethos corporativo de su país. Lo que se debate a diario en el ámbito corporativo no es si se debe invertir en programas de bienestar social, sino los detalles de cuánto, a quién y en qué momento. No obstante, debemos tener presente que la RSE esconde una agenda de mercado cuyo objetivo principal es reducir la capacidad del Estado para enfrentar los retos sociales y culturales en los tiempos que corren, entre los cuales está, antes que nada, la salud y supervivencia de las instituciones democráticas.

 

El principio de subsidiaridad


La Junta de Política Cultural (JPC), nombrada por el gobernador Acevedo Vilá al comienzo de su término, propuso la formalización y expansión del principio de subsidiaridad como mecanismo idóneo para fomentar y facilitar el desarrollo de organizaciones culturales autónomas, por entender que así se ampliaría la participación del tercer sector, las posibilidades efectivas de productores y gestores culturales, la racionalización de los subsidios estatales y la creación de alianzas estratégicas en función del bien público.

El informe de la JPC, Pensar a Puerto Rico desde la cultura (2005), define subsidiaridad como “el proceso de formalizar el apoyo financiero del Estado a organizaciones sin fines de lucro (OSFL), también conocidas como organizaciones no gubernamentales (ONG), bajo criterios profesionales fuera del marco tradicional del patronato político. La base teórica que sustenta la aportación del Estado a instituciones autónomas de valor social, sin fines de lucro, se fundamenta en un principio básico y cuatro objetivos estratégicos. El principio es que cuando una organización de la sociedad civil asume una función social de claro valor público, es responsabilidad del Estado contribuir a su estabilidad financiera para lograr cuatro objetivos centrales: (1) mayor eficiencia en la utilización de recursos; (2) mayor representatividad de la comunidad servida; (3) más alta calidad de servicio y (4) autonomía programática y operacional. En otras palabras, se trata, más que nada, de un mecanismo pragmático para maximizar el uso de fondos públicos, sin que medie la comercialización ni el control político o burocrático”.

“El principio de subsidiaridad provee también un mecanismo de interpelación que ha estado ausente de nuestra política cultural... Con cierta periodicidad la institución subsidiaria viene obligada a rendir cuentas, no sólo sobre asuntos fiscales, sino también sobre el cumplimiento de sus metas. Del cumplimiento de los planes a corto plazo que produce de forma autónoma la propia organización, según concertado, depende la continuidad de la aportación estatal”.   

La pequeña filantropía


Víctor D’ors


En Europa y más tarde en  Estados Unidos, la filantropía, es decir, la acción de donar fondos de entidades privadas (empresas e individuos) a instituciones sociales autónomas, es una tradición centenaria. Muchas organizaciones cultura-les y educativas de peso fueron creadas y son sostenidas, al menos en parte, por aportaciones ciudadanas, con frecuencia anónimas. Por ejemplo, el fondo dotal de la Universidad de Harvard, la más rica del mundo, fue de más de $25,000 millones en el 2005 . Otro ejemplo es la Metropolitan Opera de Nueva York. Además de mantener un fondo dotal propio y robusto, la organización recibe regularmente donativos para eventos especiales.  En su playbill se publica la lista de personas que envían contribuciones todos los años, clasificados a base de la magnitud de los donativos. Es conocido que muchas personas participan por el prestigio social que tal práctica conlleva.

En Europa, la filantropía es aún más abarcadora a pesar de que existe una práctica extensa de apoyo estatal a la cultura, la educación y la labor social. Las ONG, algunas de las cuales son gigantescas, hacen parte del habla cotidiana por su amplia presencia en los ambientes sociales y culturales. Casi todas las instituciones culturales conocidas, algunas de las cuales datan de hace uno o dos siglos, reciben con regularidad amplias dádivas filantrópicas que complementan los subsidios públicos. Aun en tiempos difíciles como fueron los años de la posguerra en Alemania, particularmente en la República Democrática Alemana (RDA), las iniciativas ciudadanas fueron responsables de mantener vivas a las instituciones culturales. En la ciudad de Leipzig, por ejemplo, su centenaria orquesta sinfónica, la Gewandhaus, se mantuvo activa por el apoyo ciudadano luego de que los bombarderos aliados destruyeron su sede durante la Segunda Guerra Mundial.  La tradición filantrópica fue imprescindible para reconstruir su teatro y no sólo sirvió para darle continuidad a la institución sino que forzó al Estado a institucionalizar su subsidiaridad.

En Puerto Rico, en cambio, la filantropía sólo se da en pequeña escala. Es cierto que abunda la participación en eventos benéficos y que son pocos los puertorriqueños que se niegan a hacer donativos cuando se les solicita para causas bona fide, sobre todo las que tienen que ver con urgencias (como desastres naturales) o con programas de asistencia social a escala limitada (como la Fondita de Jesús, los Centros Sor Isolina Ferré o algún niño que necesite una intervención quirúrjica). También es notable, la enorme cantidad de trabajadores que donan parte de sus salarios a Fondos Unidos (mediante descuentos de nómina) a pesar de que no saben para qué se usan esos fondos más allá de tener una vaga noción de que es para algo benéfico. Esta práctica general, sin duda, testimonia una cultura nacional inclinada a la generosidad y la solidaridad.

Por otro lado, se ha generalizado entre el sector empresarial del país la costumbre de apoyarse mutuamente cuando se trata de recaudar fondos para causas que se abrazan por razones personales o de negocios. Donar fondos para eventos especiales: torneos de golf, actividades culturales, deportivas y faranduleras de todo tipo (incluyendo campañas políticas), becas y ayudas estudiantiles, entre otras, se ha convertido en una práctica cotidiana entre los sectores profesionales y empresariales.  Pero, de igual forma, las cantidades de esta “filantropía de chequera” son pequeñas y no se presume que sean recurrentes.

Hace poco vimos el caso insólito de un profesor de la Universidad de Puerto Rico, Esteban Tollinchi, que legó a la institución la totalidad de sus haberes en forma de un fondo dotal para habilitar una beca permanente. Pero éste es un caso excepcional.  Usualmente los donativos que se hacen en el país no guardan relación con la escala del capital acumulado. Y muchas veces cuando se donan cantidades altas o recurrentes, se dirigen a instituciones fuera del país. En otras palabras, persiste la actitud de no apoyar sustantivamente a las instituciones sociales autónomas, de no ir más allá de pequeños donativos que se aportan “para cumplir”. Esta reticencia perdura entre el sector empresarial y profesional, a pesar de la enorme escala de los recursos que posee y de que una de las maneras tradicionales de adquirir prestigio social, del cual estos sectores están ávidos, es acercándose y participando del mundo del arte y la cultura.

En años recientes, ha habido un aumento considerable de empresarios que apoyan eventos culturales, tales como óperas, museos, concursos de canto, exposiciones de arte, becas de artistas, presentación de celebrities, festivales, fiestas y eventos benéficos. Además, se ha generalizado la práctica de reclutar a comerciantes y profesionales para fungir de directores y asesores en instituciones culturales de alta visibilidad.  Es común, que personas con reputación de comerciantes o profesionales exitosos sean reclutadas por estas instituciones bajo el doble supuesto de que representan al sector público y que pueden ayudar a recaudar fondos. 

Al examinar de cerca el panorama vemos que lejos de asumir responsabilidades personales o empresariales por el sustento de las organizaciones de las cuales pasan a formar parte, mediante donativos cuantiosos y recurrentes, estos empresarios están más prestos a promover políticas de comercialización (sin asumir, claro está, la responsabilidad directa por los resultados), y a cabildear, usando sus influencias políticas, por aportaciones del sector público. También se da el caso de supuestos “mecenas” que ofrecen quimeras económicas cuando en realidad buscan acceso a los recursos de esas instituciones, ya sea para beneficio de proyectos privados o prestigio personal, o ambos. En algunas ocasiones se empeñan en que las instituciones aporten recursos para sus proyectos personales, bajo el supuesto de que les conviene a largo plazo. Invocando un supuesto espíritu filantrópico (prevalece la frase, “estoy ayudando a...”), las promesas de estos empresarios no suelen incluir donativos personales sustanciales, a pesar de que en ocasiones simpatizan realmente con las instituciones. En ocasiones los ofrecimientos esconden un espíritu depredador y en otras cierta ingenuidad;  pero en todas impera el hábito de ser frugales con las contribuciones en efectivo y de no asumir obligaciones, más allá de dedicarles algún “tiempo”. El resultado, en términos prácticos, ha sido la acumulación de promesas incumplidas. Vale apuntar que son pocos los administradores de las instituciones culturales y educativas las que conspiran con estos pequeños filántropos, pero son muchos los que se dejan llevar, ingenuamente, por las fantasías del mercado.

Para ilustrar esta práctica, vale mencionar unos ejemplos.  Cuando el Estado creó el Museo de Arte de Puerto Rico (MAPR), se formó una Junta de Directores que al principio fue nombrada por el Gobernador, pero que actualmente se autoconforma, compuesta principalmente por empresarios y profesionales. El supuesto era que esta gente, en su mayoría pudientes, habría de aportar y generar los fondos necesarios para adquirir obras permanentes y mantener las operaciones del MAPR. El objetivo expreso era reemplazar la carga económica del Estado. La estrategia financiera que este grupo adoptó, sin embargo, se centró en dos metas:  solicitarle al Instituto de Cultura Puertorriqueña la cesión (libre de costos) de su colección de arte, y proponer un proyecto de ley mediante el cual el Estado aportaría, permanentemente, el costo de las operaciones, sin que mediara un contrato de subsidiariedad. En ningún momento se asumieron  responsabilidades financieras personales o empresariales. Ninguno de esos objetivos se logró, por lo cual el Estado ha tenido que asumir directamente la carga financiera de las operaciones a un costo actual de $3 millones anuales.

El ejemplo del Museo de Arte de Ponce (MAP) también es elocuente.  Esa institución es controlada por la familia Ferré, poseedora de una de las grandes fortunas del país, por lo que bien podría sostener el MAP sin hacerle mella al nivel de vida de sus miembros.  Sin embargo, el ex gobernador Luis A. Ferré logró que el gobierno legislara un donativo anual de $1 millón, a la vez que el Municipio de Ponce aporta recurrentemente a los gastos administrativos.  Además, se celebra todos los años una Gala para levantar fondos entre la clase empresarial y cada vez que se contempla algún gasto extraordinario, se recurre a la legislatura para que otorgue un donativo especial. La mentalidad que prevalece en el MAP es un claro indicio de que se espera que sea el Estado, y no el sector privado, quien asuma la responsabilidad primaria de subsidiar las iniciativas autónomas.  Queda así claro que la visión filantrópica, más allá de la “filantropía de chequera” continúa siendo una ilusión.

Otro ejemplo, que ya ha sido mencionado anteriormente en Plural, es la política de comercialización de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico (EDUPR). Bajo una nueva estrategia de autosuficiencia fiscal, no tardó en invertir una cantidad enorme recursos en una publicación difícil de reconciliar con la función de una editorial académica, que ni siquiera aparece ya en su catálogo oficial. No se conoce el resultado contable de esa aventura, pero la EDUPR sigue lejos de lograr la autosuficiencia. Por suerte, hay indicios recientes que indican que han retomado senderos más apropiados para su función social y universitaria.

La Corporación de Puerto Rico para la Difusión Pública (CPRDP) presenta otro caso digno de mención. Respondiendo a promesas de autosuficiencia financiera, la administración ha efectuado un cambio en la programación que privilegia la comercialización mediante acuerdos con productores asociados a la farándula.  El resultado ha favorecido a esos productores pero está lejos de generar ingresos sustanciales para la CPRDP. Mientras tanto, los programas, y la institución, se alejan de lo que es la naturaleza de la televisión cultural.

Estos ejemplos son pertinentes porque, más allá de la anécdota, ilustran tendencias nocivas para el desarrollo de las instituciones culturales autónomas del país.  En primer lugar vemos cómo se ha promovido, con cierto éxito, la idea demagógica de que el mercado es más eficaz que el Estado para desarrollar y mantener instituciones sociales, culturales y educativas. Al aceptar el contubernio entre filantropía y comercialización, bajo el supuesto de una mayor eficiencia, se busca que el Estado abandone su  responsabilidad ante estas instituciones y traspase sus recursos a entidades del mercado, tal y como pasó con el sistema de salud y su legendaria “tarjetita”. 

Puerto Rico invierte en cultura hoy apenas una fracción del nivel que recomienda la UNESCO que es el 1% del PIB. A partir de las promesas del mercado y de la nueva economía, la tendencia apunta a reducir más ese gasto que ahora se posiciona como inefectivo, al menos en el plano retórico.  Por otro lado, se fortalece la privatización depredadora, mediante la cual un número de empresas se apoderan de instituciones públicas para convertirlas en entidades rentables.  Lo que ya pasó con el sistema de salud se ha pensado para la educación:  el desmantelamiento del aparato público funcional, basado en el principio de servicio, con empresas que funcionan bajo la lógica de la plusvalía. El mecanismo propuesto es el mismo que se utilizó en Nueva Orleáns luego del desastre de  Katrina:  reemplazar el sistema público por escuelas privadas mediante el sistema de vouchers. El nuevo sistema dejó en la calle a miles de maestros mientras su estructura financiera garantiza ganancias notables para los dueños de las escuelas.

Podemos concluir que la dificultad de superar la pequeña filantropía nos fuerza a confiar más en las instituciones estatales y organizaciones no gubernamentales (ONG). Al no poder contar con el apoyo del mercado; se  necesita irremediablemente del subsidio directo y recurrente del Estado, mediante procedimientos que permitan constatar responsabilidades y competencias. Las instituciones del mercado no son una opción real para un país moderno, y mucho menos de nuestra escala.  La UPR podrá organizar un fondo dotal consecuente como contempla su presidente Antonio García Padilla, pero en el mejor de los casos éste  tan solo podrá aportar una parte mínima de los fondos que requiere una universidad pública de calidad. Nunca podrá reemplazar la responsabilidad fiscal del Estado, la cual, afortunadamente, está consignada en la Constitución del país. 

Es importante reconocer, que aun la filantropía de gran escala de Estados Unidos y Europa no basta para cumplir con los retos de la responsabilidad social. William R. Brody, presidente de la Johns Hopkins University, reconoce que a pesar de los enormes fondos dotales de universidades como Harvard, Yale, Princeton, Stanford y Texas, y el hecho de que más de sesenta colleges y universidades en EEUU poseen bienes que generan sobre $1,000 millones anuales, el financiamiento multi-estatal sigue siendo el recurso principal para el desarrollo de universidades de calidad en un mundo globalizado. (William R. Brody, “College goes global”, Foreign Affairs,  marzo-abril, 2007)

La filantropía en Puerto Rico sigue siendo una quimera, una meta a largo plazo que requiere cambios profundos en la cultura empresarial para que algún día  pueda ser consecuente. Pero cabe preguntar, antes de que ésta se pueda dar, si es necesario mejorar el nivel de competencia de las agencias y las instituciones subsidiarias, y por lo tanto su prestigio y visibilidad. No hay duda alguna de que el éxito filantrópico de muchas instituciones europeas y estadounidenses se debe a la calidad de sus programas y al valor emblemático que ostentan. Por esta razón debemos incorporar, con sentido de urgencia, el objetivo ineludible de mejorar nuestras instituciones. Por el momento, los sistemas educativos estatales ameritan fortalecerse, no ser abandonados y desmantelados, y  el nivel de inversión del Estado en cultura debe estar a la par con los niveles recomendados por la UNESCO. Se trata de poner al día el apoyo del Estado a sus agencias culturales, mientras se implanta un sistema de subsidiaridad que aliente y estabilice las organizaciones culturales autónomas bona fide.

Recaudar fondos filantrópicos es una meta deseable, pero en el mejor de los casos nunca será más que un recurso complementario y no sustantivo. Además, puede que no haya situación más nociva para la salud de la educación y la creación intelectual y artística que la dependencia del mercado, cuya subcultura tiende a lo trivial, al imperativo de la ganancia y a la protección instintiva de una ideología conservadora y exclusivista

Paseo Caribe y el capital social


La reciente controversia sobre Paseo Caribe saca a la luz del día el tema del capital social. En un lado del conflicto están los que insisten en que el proyecto obtuvo los terrenos y los permisos de desarrollo de forma fraudulenta, en violación de leyes y reglamentos vigentes. Piensan, por lo tanto, que hay que detener el proyecto y que se deben demoler aquellas estructuras construidas fuera de norma. Los defensores de los desarrolladores, en cambio, insisten en que los permisos fueron concedidos a los desarrollistas por las entidades correspondientes, por lo que el Estado no puede ahora derogarlos. Hacerlo equivaldría a violar sus derechos ciudadanos y causarles pérdidas agravadas a los inversores y financieros que han actuado de buena fe.

Los desarrollistas y sus aliados mediáticos y políticos proponen que cuando el Estado no respeta sus propias acciones (como sería el caso de cancelar permisos ya otorgados), el efecto es negativo para la confianza y la estabilidad social; es decir, el clima de inversión. En otras palabras, es malo para el capital social y quien sufre es el desarrollo económico y el bienestar general. Esto es así aunque la derogación de permisos no sea arbitraria y se base en políticas públicas razonables. El argumento es simple y contundente, una vez se otorgan los permisos, éstos no se deben derogar. El principio del pase de paloma, se argumenta, tiene fundamentos válidos.

Estos argumentos, de acuerdo a la literatura global sobre el tema de capital social, son falaces, porque el mayor daño a la confianza, la estabilidad social y el clima industrial proviene precisamente de la práctica gubernamental de violar sus propias normas, de abusar de sus prerrogativas de excepción, particularmente cuando media algún tipo de irregularidad (corrupción). No hay situación más nociva para el capital social que la práctica de rebasar las normas del Estado mediante el uso de influencias políticas o transacciones “por debajo de la mesa”. Es peor aún cuando esas prácticas de excepción son inmunes a la interpelación ciudadana y judicial.

El conflicto sobre Paseo Caribe, por lo tanto, no es realmente entre sectores con opiniones divergentes sobre los méritos o deméritos del proyecto. Más bien gira en torno a su legalidad. La política que adopte el Estado tiene que partir de la determinación simple de si hubo o no violaciones de ley, o de normas y reglamentos. Si no las hubo y se trata tan solo de una reconsideración de política pública, el Estado tiene que validar sus acciones previas, aunque ahora las considere equivocadas, y proteger la integridad del proyecto. En cambio, si se determina que hubo violaciones, sean estas fraudulentas o el resultado de negligencias o incompetencias por parte de funcionarios, la aplicación de medidas correctivas, incluyendo la posibilidad de ordenar demoliciones, es un imperativo bajo los principios del capital social. No hay criterio más central para la confianza pública, ese pegamento que llamamos capital social, que la aplicación incondicional de las reglas del juego. La prosperidad y la vida democrática se fundamentan en la fiabilidad de las normas de convivencia, potenciadas por el Estado, la interpelación ciudadana y una jurisprudencia funcional. Lo contrario causa desprestigio, desconfianza, cinismo y corrupción de espíritu. 

Las burocracias y sus descontentos


Roberto Gándara Sánchez

 

“...es revolucionario quien esquiva los secretos”.

-György Konrád

 

 

Criticar a las burocracias estatales, que en Puerto Rico se conocen como “el gobierno”, es uno de nuestros pasatiempos favoritos. En cualquier momento y lugar se escuchan mofas, chistes, lamentos y acusaciones sobre la incompetencia, malos servicios, pobres hábitos de trabajo, vagancia, politización y oportunismo. Este goce lúdico ha sido reforzado por la lamentable práctica de usar puestos públicos para premiar y “poner a guisar”, a los militantes de los partidos políticos cuando se ganan elecciones, sin importar sus competencias. La crítica popular tiende con frecuencia a trivializar el asunto, lo que no quiere decir que carezca de fundamentos. Vale notar, no obstante, que la aparente desconfianza general (o desprecio) por la cosa pública ha fomentado actitudes ambivalentes y contradictorias. Todavía persiste en nuestra cultura política una fuerte tradición paternalista-autoritaria-populista que resiente el excesivo control gubernamental sobre nuestras vidas, pero reconoce al mismo tiempo que el Estado representa la fuente principal para solucionar nuestros problemas colectivos e individuales. Toda reflexión sobre política social, por lo tanto, debe incluir una mirada aguda al tema de las burocracias.

 La costumbre de menospreciar la institucionalidad del Estado se ha intensificado en las últimas décadas, debido a una campaña global conservadora, organizada por los defensores del libre mercado con la complicidad de los medios masivos de comunicación. Los argumentos más usados en esta campaña giran en torno a la excesiva burocratización de las agencias gubernamentales; destacando su rigidez, su enorme escala y costo, la relativa ineficiencia de sus servicios, su insensibilidad en la relación con el ciudadano, la tendencia a imponer monopolios y el abuso de su capacidad de reglamentar la economía. La campaña de descrédito del sector público también propone que el bienestar económico depende del buen funcionamiento de la economía de mercado, por lo que la intromisión del gobierno actúa en contra de la prosperidad general. Cuando la economía va bien se apunta a la fortaleza del libre mercado, y cuando va mal es “culpa del gobierno”. La alternativa propuesta por esta ofensiva publicitaria de corte ideológico gira en torno a reducir el ámbito de los servicios gubernamentales directos; lo que haría posible concentrar los recursos estatales en dos funciones primarias: mantener la estabilidad y seguridad del orden social (incluyendo un orden penitenciario), y apoyar el desarrollo y la expansión del libre mercado. La reducción de controles económicos, la privatización y la comercialización, son las tres metas estratégicas de esta ofensiva política posmoderna contra el Estado y sus burocracias. En efecto, el resultado ha sido crear un conflicto mundial entre la tradición estatal benefactora y los principios ideológicos neoliberales, para los cuales el Estado ya no es la entidad responsable del bien social. En su lugar emerge el canon de la economía liberal que reduce la función primaria del Estado a facilitar y proteger las iniciativas del capital desterritorializado.

Vale aclarar que la crítica formal a las burocracias estatales no tiene su origen en la teoría neoliberal posmoderna; cuanto se remonta a una larga y rica literatura que data, de manera sistemática, del sociólogo alemán Max Weber, a comienzos del siglo XX. A través de ella conocemos las contradicciones entre las promesas de los Estados burocratizados y la realidad de su naturaleza dominante, paternalista y excluyente. Las megaburocracias, tanto en los regímenes socialistas como en las democracias liberales, justifican su reclamo de dominio sobre la vida pública sobre dos principios fundamentales. El primero es la defensa de la democracia mediante la dirección y administración de la política económica y social, que incluye debilitar el poder del capital privado para atenuar las desigualdades y la falta de libertad de la cual es responsable: el principio moderno de igualdad y justicia social sólo es realizable mediante el control político-burocrático del Estado. El otro postulado que se usa para justificar el monopolio de las burocracias es su supuesta competencia y superioridad profesional y técnica. Esta visión tecnocrática valida la implantación de controles sociales y promueve la despolitización sistemática de la esfera pública. Para la mentalidad burocrática, el buen funcionamiento de los mecanismos de protección y beneficio social no sólo requiere controlar la actividad del capital, sino limitar la participación ciudadana autónoma.

La expresión más radical de la burocratización del Estado en el siglo XX se dio en los experimentos de los regímenes socialistas burocráticos (comunistas). Bajo estos sistemas, los medios económicos, políticos y culturales básicos son monopolizados por un aparato jerárquicamente organizado que tiene como fin natural hacer imposible el desarrollo de centros de poder ajenos a él, sean éstos del capital o de la sociedad civil. Pero esta visión también proliferó en las sociedades liberales y populistas bajo el emblema socialdemócrata que sustenta la cultura populista del Estado Benefactor. La sensibilidad socialdemócrata, tuvo su momento de mayor prestigio en las décadas cercanas a la Segunda Guerra Mundial. Durante los años de la posguerra, a pesar de la tensa polaridad de la guerra fría entre el comunismo y las sociedades democráticas, se instrumentó en Occidente una alianza funcional entre los Estados liberales y los capitales nacionales, para conseguir la paz interna, la estabilidad social y la prosperidad económica. La extensión gradual de las redes del poder burocrático del Estado representaba, por lo tanto, un modelo dirigista y emancipatorio a la vez. Sus estrategias distributivas, se pensaba, lograrían la inversión controlada de capitales, la reducción del desempleo y la expansión de servicios de seguridad social. En otras palabras, se suponía que el Estado habría de propiciar, en alianza con las fuerzas del mercado, una era de sociabilidad democrática, producción irrestricta y generosos servicios de bienestar social.

El desmantelamiento del bloque comunista, culminando con la desinte-gración de la Unión Soviética y la incorporación de China a la economía global, representó una admisión de fracaso para las formas más radicales de burocratización estatal. Al mismo tiempo, el desarrollo tecnológico de las comunicaciones y el transporte internacional propiciaban una expansión dramática del capital de inversión, generando riquezas sin precedentes sobre la movilidad de la producción, el consumo y la competencia. Ante esta coyuntura mundial, las estructuras proteccionistas y controladoras de los Estados tradicionales comenzaron a verse como impedimentos para el progreso, lo que animó a erigir nuevos esquemas que anteponían la primacía de la economía de mercado sobre el Estado. Al mismo tiempo, se intensificó la crítica del lado oscuro de las burocracias estatales: su anquilosamiento funcional, su inmovilidad y su instinto natural de proteger sus monopolios y parcelas de poder.

Se observa que la obsesión burocrática por controlar la totalidad de las interrelaciones sociales no ha sustituido la tradición autoritaria, más bien la ha reciclado mediante la represión de esferas autónomas de acción ciudadana. En palabras del sociólogo y teórico británico John Keane, “La democracia, anteriormente reconocida como el principal procedimiento para limitar el abuso de poder autoritario, se convierte en aliada de la heteronomia”. Antonio Negri, autor junto a Michael Hardt del influyente ensayo Imperio, coincide con más vehemencia en esa crítica: “...no hay lugar para la nostalgia ni la defensa del Estado-nación... No sé cómo se puede considerar aún el Estado-nación algo más que una ideología falsa y nociva”.

No es de extrañar, ante este panorama de antagonismo hacia el Estado liberal y sus burocracias –proveniente tanto de las derechas posmodernas como de la teoría crítica de las izquierdas– que la ofensiva publicitaria del mercado haya encontrado buen caldo de cultivo. En Estados Unidos, la administración de Reagan popularizó las ideas que buscaban reemplazar al Estado con el libre mercado como rector de la vida económica y social. “Get government out of our lives” fue uno de los slogans más efectivos de un proyecto político encaminado a “reinventar el gobierno”. En el Reino Unido de Margaret Thatcher, la desreglamentación (deregulation) de la economía, la reestructuración del mercado laboral, el fomento del consumo y la inversión, la eliminación de barreras proteccionistas, la privatización y la labor de facilitarle el camino a la globalización económica fueron las políticas públicas más visibles de su reformismo neoliberal. Democracia y progreso ya no eran patrimonio del Estado, sino de la economía de mercado. El aparente triunfo absoluto del binomio democracia-capitalismo sobre el socialismo fue lo que llevó a Francis Fukuyama a anunciar el fin del la historia.

Desde el punto de vista de las izquierdas, vale destacar que el asedio a las burocracias del Estado no radicó tanto en su carácter sobreproteccionista de la economía, sino en sus contradicciones normativas, especialmente su ineficiencia operativa y la tendencia natural al autoritarismo y el monopolio. Lo primero contradice su reclamo tecnocrático y lo segundo devalúa la ética democrática. Para muchos pensadores progresistas, la inmovilidad de las estructuras burocráticas y su obsesión controladora han logrado erosionar la confianza pública en las instituciones del Estado, al grado de debilitar, por no decir, neutralizar, el valor político y simbólico de su función social tradicional. Sobre este proceso de deslegitimación es que se encumbra el llamado a reinventar el gobierno.

Ante esta extendida deslegitimación del Estado Benefactor, cabe preguntar, ¿es el libre mercado una alternativa razonable a las burocracias del Estado? La respuesta de John Keane (Public Life and Late Capitalism, 1984) es que ésta es una falsa antinomia, porque la economía de mercado está atravesada por burocracias corporativas que operan bajo las mismas normas estratégicas que las públicas. Ambas comparten “la extensión ciega y avara del poder hacia la sociedad civil... por lo que el término burocracia ya no puede caracterizar únicamente los procesos de planeación política y administración del Estado”. Keane observa que en la economía posindustrial, las poderosas redes de organización burocrática que penetran y organizan la vida económica del libre mercado, son realmente similares a las del Estado. Las organizaciones corporativas burocráticas tienden también a convertirse en instituciones rutinarias, por lo que la vida diaria cae bajo la influencia de redes de organizaciones jerárquicas, cada una de ellas administrada por directores y profesionales, asesores, personal de seguridad y publicistas.

La voluntad de dominar y administrar profesionalmente las esferas de la vida, de “instituir decisiones en ausencia de una discusión y control desde abajo” incorpora el fin de constituir la ciudadanía en objetos despolitizados. El control tecnológico se alimenta del culto y el prestigio a la autoridad tecnocrática, lo que es característico de toda oligarquía. Es paradójico, concluye Keane, que “las relaciones de poder burocrático no se limitan a las esfera de la administración del Estado, de cuyo modo de funcionamiento han llegado a depender cada día más los aparatos de la producción y el consumo capitalistas”.

Aunque todavía se percibe en el discurso neoliberal cierto antagonismo entre las burocracias corporativas y las estatales, en realidad ambas se hacen cada día más análogas e interdependientes, por lo que las relaciones de poder y obediencia han logrado ejercer su dominio sobre todas las esferas de la vida contemporánea. Keane lo resume así: “La influencia vigilante, disciplinante de la organización burocrática profesional se va extendiendo hasta las más íntimas esferas de la vida del hogar”.

La imbricación de burocracias públicas y corporativas puede observarse también en la forma en que los criterios empresariales han comenzado a transformar los estilos administrativos de las agencias públicas, principalmente mediante la adopción de métodos de comercialización y objetivos de autosuficiencia fiscal. Al mismo tiempo, las burocracias corporativas han aprendido de las burocracias estatales a dominar los campos de acción social, adoptando el hábito tecnocrático de monopolizar la información e imponer normas y procedimientos altamente jerarquizados y rígidos. Reglas de juego burocratizadas, en otras palabras, dominan ambos campos, el público y el privado, y responden a la estrategia común de limitar las interrelaciones internas y de servicio. En el sector público esto facilita la supervivencia y el poder, y en el corporativo ayuda a la explotación efectiva del mercado; a la acumulación de plusvalías.

Actualmente, se le hace difícil a toda persona que haya tramitado un servicio público o privado (luz, agua, teléfono, Obras Públicas, hospitales, bancos, transporte, entretenimiento, etc.), distinguir diferencias notables entre las burocracias privadas y públicas, en cuanto a sistemas, actitudes, trato y organización de servicios. Por ejemplo, la pesadilla de tramitar una reclamación de sobrefacturación del consumo de luz no es cualitativamente diferente a cuando se reclama un seguro. En ambos casos, el ciudadano se enfrenta a procedimientos rígidos que no admiten interpelación. Eso a su vez es superado en su carácter dantesco por los procedimientos de pre-admisión en cualquier hospital privado, donde el reclamo de destrezas técnicas justifica que los servicios se organicen para conveniencia del proveedor en vez de beneficio al paciente. Es de notar también el caso de los aeropuertos, donde la experiencia del abordaje, vuelo y desembarque obliga al pasajero a pasar por estaciones de control y servicios, algunas públicas y otras corporativas, sin percatarse de diferencias en las conductas de unas y otras. Todas proveen información fragmentada y presentan un campo masificado de normas de interrelación, carentes de alternativas diferenciadas, salvo en las prácticas de excepción reservadas para las jerarquías.

A pesar del parecido y alianza entre burocracias públicas y corporativas, persiste la noción de que “el gobierno es peor” sin que realmente hayan argumentos que lo sustenten. Sin embargo, la unidimensionalidad de ambas tiene un efecto nocivo sobre el ethos democrático, en tanto sofocan la capacidad del ciudadano de proponer alternativas a los esquemas dominantes de servicios e interrelación social. Esta incapacidad participativa implica una pérdida de propósito político, en detrimento de la vida democrática.

El retraimiento ciudadano ante el control tecnocrático se facilita cuando se refuerza la creencia fatalista, típica de la mentalidad totalitaria, de que es imposible manejar información especializada (técnica) y escapar de los imperativos del poder. No hay duda de que todas las organizaciones burocráticas, alimentadas hoy por el culto populista al prestigio personal, la movilidad social y la autoridad, reprimen el crecimiento de públicos autónomos mediante la incorporación del principio organizativo del mandato y la obediencia, es decir, de la despolitización. Afortunadamente, la experiencia nos dice que no es imposible defender la vida pública autónoma frente a la dominación burocrática que ha forjado la alianza de Estado y mercado. Como dice el pensador alemán, Jurgen Habermas, las contradicciones estructurales de las burocracias abren espacios de acción alterna. Paradójicamente, mientras las organizaciones burocráticas reprimen el crecimiento de públicos autónomos, también elevan la posibilidad de interpelar, desde abajo, tanto a las organizaciones estatales como a las corporativas.

 Ante la necesidad política democrática, de erigir alternativas al poder de las burocracias, hay que pensar más allá de la aparente antinomia entre Estado y mercado. La literatura crítica más consecuente –a la cual Plural ha hecho referencia en diversas ocasiones– apunta a que debemos ser escépticos, por criterios empíricos y no tanto ideológicos, ante los reclamos teóricos y estratégicos de la retórica del mercado. Las múltiples consecuencias negativas de acciones económicas en todo el mundo, sin tomar en cuenta el costo social, hacen ver que el Estado sigue siendo, al día de hoy, la única entidad capaz de forjar políticas públicas que atenúen la depredación estructural y natural del mercado. Por otro lado, como indican Negri y Keane, las burocracias estatales no parecen ser la respuesta, por su historial impositivo y obsesión de control sobre todas las facetas de la vida social. Ambas experiencias, en otras palabras, han tenido un efecto negativo sobre la vida democrática, al negar los principios modernos de autorealización y libertad política.

¿Dónde reside, por lo tanto, la esperanza de una institucionalidad donde el ciudadano pueda encontrar espacios reales de participación? Negri y Hardt piensan, evadiendo el hábito paternalista de ofrecer fórmulas correctivas, que la respuesta saldrá de la multitud, ese conjunto humano, pasado por alto por los estratos privilegiados del mundo desarrollado, que son portadores de una enorme diversidad cultural, cuya pluralidad enriquece su potencial creativo para forjar sus propios caminos de inclusión. Keane, por su parte, continúa la tradición de Max Weber, Jurgen Habermas y Claus Offe, en cuanto a que la respuesta yace en la sociedad civil, en la reactivación de las esferas públicas mediante la creación de instituciones autónomas ajenas al control del Estado y el mercado.

Una esfera pública surge siempre que dos o más individuos, que antes habían actuado de forma separada, se unen para interpelar tanto sus propias interacciones como las más amplias relaciones de poder social y político. Dicho de otro modo, se trata de un difícil y prolongado proceso de descentralización del poder, mediante la defensa de múltiples esferas públicas con poder efectivo para interpelar al mercado y controlar a sus representantes políticos. La conclusión de Keane es particularmente relevante: la reforma radical de las democracias liberales “depende del debilitamiento del poder de las burocracias corporativas y estatales mediante la creación y el fortalecimiento de esferas de vida autónomas”. Por medio de esta asociación autónoma, “los miembros de las esferas públicas estudian lo que están haciendo, arreglan cómo van a convivir y determinan, dentro de los medios de que disponen, cómo podrían actuar colectivamente en un futuro previsible”. En resumen, el nuevo antagonismo político “no debe darse entre los defensores del capitalismo y los partidarios del socialismo, sino más bien entre los amigos y enemigos de la democracia”.

 

Panorama electoral


Plural publicó un artículo en su edición núm. 7 sobre los alineamientos políticos en España a la luz del triunfo del Partido Socialista Obrero Español (PSOE ) en las anteriores elecciones del 2004. La tesis principal de esa reflexión fue que el asunto de la política territorial ha llegado a ocupar un lugar privilegiado en el debate electoral del futuro inmediato, sobrepasando las diferencias ideológicas tradicionales sobre asuntos sociales entre derechas e izquierdas. Éstas seguirían ocupando un espacio importante en el debate político, pero el asunto de las autonomías, es decir, la relación formal entre las diferentes nacionalidades que componen el conjunto de España y su vínculo jurídico-constitucional con el Estado, toca un nervio particularmente sensible en la actualidad, por lo que lo ha elevado a la cima de la contienda electoral al grado de influir marcadamente sobre los alineamientos políticos. Esto no es reciente, el asunto ha estado latente desde el final de la dictadura franquista, pero ha escalonado el espacio político constantemente según se deslindan las coyunturas electorales. Juan Luis Cebrián, uno de los fundadores del periódico El País y su director durante la fase formativa, nos recuerda que el candidato de la derecha española José María Aznar llegó al poder en 1996 “españoleando, encaramado en una ola centralista como no se recordaba desde los primeros días de la monarquía parlamentaria”. (El fundamentalismo democrático, pág. 82). No es de extrañar por lo tanto, que cuando un asunto neurálgico de política exterior desembocó en los actos de terrorismo musulmán el 11 de marzo de 2004, Aznar haya insistido en acusar a la banda nacionalista Euskadi Ta Askatasuna (ETA). (El ardid no tuvo éxito y el país lo castigó por su demagogia eligiendo al PSOE cuatro días más tarde.) Hay que tener presente, sin embargo, las palabras proféticas de Felipe García Quevedo en Plural, al describir el resultado de las elecciones del 2004, lo cual tuvo que ver con el asunto de la participación de España en la guerra de Irak: “Si, como parece, el tema de la política exterior de España es coyuntural y las aguas volverán a su cauce una vez se retorne a la tradición europeísta y de distancia a las administraciones de Estados Unidos, el cambio del eje organizador de la política en España seguirá concentrándose en el dilema integridad nacional vs. nacionalismos regionales”. (Plural 7, pág. 4)

El asunto de la política territorial se le hace más fácil a los sectores nacionalistas y centralistas españoles que al PSOE, que no parece haber encontrado un sitio claro en el panorama del debate autonómico. El PSOE, en tanto representa el centro moderado social demócrata y busca armonizar los reclamos de mayor autonomía territorial con el principio de la unidad del conjunto español, es vulnerable ante las denuncias de los sectores autonomistas e independentistas en cuanto a que favorece al centralismo, mientras la derecha tradicional no cesa de acusarlo de favorecer los reclamos localistas y de ser complaciente ante la periferia. Para la derecha, el PSOE se empeña en “romper a España”. El ambiente electoral, por lo tanto, augura tiempos difíciles para el PSOE, a pesar de los recientes resultados electorales del 9 de marzo, donde volvió a revalidar con una mayoría de dieciseis escaños sobre el PP. Es de notar que la ventaja abundante del PSOE en estas elecciones tuvo el apoyo de amplios sectores autonomistas en Cataluña y Euskadi, donde, según se ha observado, muchos electores votaron por el PSOE, en vez de los partidos nacionalistas, para evitar el triunfo del nacionalismo español de derechas representado por el PP. No deja de haber cierta ironía en que este vuelco hacia el bi-partidismo convierte a la política territorial, al menos al corto plazo, en una ventaja electoral para el PSOE. A más largo plazo, sin embargo, el partido que ahora ocupa el centro ideológico de la política española se hará más vulnerable en la medida en que se intensifique la hostilidad de los centralistas, y aumenten las frustraciones autonomistas y los conflictos territoriales. Aplicar una política de Estado que acomode a ambas fuerzas históricas (y electorales) es a todas luces difícil.

El giro que toma el discurso partidista testimonia esa incertidumbre. El gobierno del PSOE bajo el Presidente de Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido logros indiscutibles en la administración del Estado y en el campo de la legislación social. Se han aprobado leyes que fortalecen al Estado laico y democrático moderno, a tono con el espíritu reformador libertario que les legó la corta vida de la Segunda República. Leyes que amplían los derechos ciudadanos, como la ley de la igualdad, la de los matrimonios del mismo sexo, la educación y la memoria histórica, junto a una actitud liberal ante los reclamos autonómicos, marcan la obra social y política del régimen de Rodríguez Zapatero. Vale mencionar también que la reforma de Radio Televisión Española (TVE) ha sido consecuente en eliminar el control político y estatal de la institución, abriendo ese espacio comunicativo a la diversidad y la pluralidad. En cuanto a la política exterior, se le puso fin a la aventura disparatada del presidente Aznar en Irak, se restauró el foco de España hacia la participación en la Unión Europea y las Naciones Unidas, y se aumentó considerablemente la presencia española en América Latina.

Todos estos cambios de política oficial avivaron el prestigio de la gestión del gobierno del PSOE pero también elevaron el ánimo contencioso de la oposición de derechas, reanimando, por ejemplo, el activismo de la Iglesia Católica, cuyos sectores más conservadores aún no se reconcilian con la cotidianidad de la modernidad laica y la inevitable desaparición del anacrónico Estado Confesional. Pero el discurso de la oposición derechista se ha concentrado en el rechazo de los tradicionales reclamos de catalanes y vascos. La propuesta de enmiendas al Estatuto de Cataluña, por ejemplo, creó tal grado de hostilidad entre los nacionalistas españoles que la colocó en la cima del debate massmediático por muchos meses. Fue particularmente controvertible que los catalanes hayan insistido en incluir en su propuesta estatutaria que Cataluña es una nación. El gobierno, que había manifestado simpatía ante la posibilidad de enmendar el Estatuto catalán (un proceso que está provisto en la Constitución del 1978), tuvo que recular y retirar su apoyo al proyecto, a pesar de haber sido aprobado por el Parlamento de Cataluña y ratificado por referéndum popular. Esa actitud débil y ambivalente frente a los reclamos de autonomía por un lado y la obsesión centralista por el otro, ha debilitado la imagen de Zapatero entre los sectores españolistas, dándole a la derecha una ventaja electoral en el resto de España. A la fecha, la mirada fría y ambivalente del gobierno yace en espera de que el Tribunal Constitucional pase juicio sobre la constitucionalidad del nuevo Estatuto de Cataluña.

Algo similar ocurrió con el País Vasco. La oposición inmediata y decisiva de Rodríguez Zapatero al Plan Ibarretxe que propuso el Lehendakari para obtener mayores poderes para el País Vasco, incluyendo la celebración de una consulta electoral sobre el estatus de Euskadi, testimonia cuán sensible está el PSOE ante los resentimientos del centralismo nacionalista español, el cual se afinca en una larga y poderosa tradición. El sentimiento de amenaza ante la centrífuga de los nacionalismos territoriales no es exclusiva de la derecha. También es parte de una larga tradición liberal que incluye, por ejemplo, la política oficial de Manuel Azaña durante la Segunda República. Azaña instrumentó profundas concesiones autonómicas a Cataluña, pero lo hizo para resolver un problema político, no para reestructurar el Estado español. Su concepto del Estado siempre fue unitario. Ahora, sin embargo, la obsesión anti autonómista de la derecha ha alcanzado niveles de enorme hostilidad, por lo que el estribillo “se rompe España” ha llegado a definir su discurso electoral apocalíptico.

El asunto que más atención mediática ha generado durante estos últimos cuatro años, y que hoy ocupa por mucho el primer lugar en la contienda entre la oposición y el gobierno, es el asunto de la banda ETA. Para la derecha española, más que la violencia política, ETA simboliza la amenaza separatista, por lo que insiste en que el Estado no debe siquiera conversar o negociar con sus líderes, aunque sea para acordar el abandono de las armas y la violencia. Para la derecha, sólo es aceptable la rendición unilateral e incondicional de ETA; mantener un diálogo abierto con ella, por lo tanto, raya en la traición.

El asunto de ETA se complicó en el 2004 cuando el gobierno de Aznar trató de culparla por los actos terroristas del 11 de marzo. A pesar de que era evidente desde el primer momento que se trataba de un acto terrorista islámico en represalia por la alianza de España con Estados Unidos para invadir a Irak, las derechas españolas y su organización electoral, el Partido Popular, ha insistido durante cuatro años en la complicidad de ETA con los jihadistas. Sus portavoces mediáticos más radicales, el periódico El Mundo y la cadena radial COPE, han insistido en ese vínculo, aun cuando el tribunal correspondiente dictó su fallo final hace pocos meses. La última tesis adelantada por El Mundo, la cadena COPE y el PP es especulativa: tuvo que haber, dicen, un actor intelectual para el ataque de Atocha porque los marroquíes que lo efectuaron no tenían la capacidad intelectual y organizativa para planificar y organizar tal evento. Como ese actor intelectual se desconoce y el beneficiario principal del evento fue el PSOE porque le permitió ganar las elecciones cuatro días más tarde, se insinúa que se trató de una conspiración entre el PSOE y ETA para derrotar al PP. A cambio de la ayuda de ETA, el nuevo gobierno iniciaría una negociación política formal para independizar al País Vasco y entregarle la Comunidad de Navarra.

Insistir en el vínculo de conspiración entre el PSOE y ETA responde a tres propósitos estratégicos del PP: primero, desautorizar al gobierno del PSOE; segundo, exculpar al gobierno de Aznar de haber tratado de implicar a ETA en los eventos del 11 de marzo, y tercero –el más importante– mantener el tema de la ilegitimidad de los reclamos territoriales en la cima del debate electoral, asociándolo indisolublemente con la violencia. Evocando un fundamentalismo democrático, se desautoriza todo esfuerzo oficial por convenir el final del terrorismo y se mantiene vivo un tema de alto contenido emocional y fácil manejo en el discurso electoral. Esta estrategia ha tenido cierto éxito, debido a la vulnerabilidad del PSOE por su condición natural de centro izquierda moderada. El gobierno de Rodríguez Zapatero, a pesar de haber ganado las elecciones, sigue en la defensiva en cuanto al asunto de ETA y el nacionalismo vasco. La presión que ejerce sobre la opinión pública la noción de que tras los nacionalismos se esconden los enemigos de España, ha pesado sobre la política oficial al grado de forzar la interrupción de esfuerzos conciliadores. Peor aún, el gobierno del PSOE se vió forzado, ante la retórica apocalíptica de la derecha, a ilegalizar la participación electoral de los sectores vascos más radicales. Muchos observan que cerrar las puertas electorales a los nacionalistas vascos obliga a perpetuar la violencia. Si las reglas del juego democrático no permiten la participación electoral de los sectores más radicales, no habrá más remedio que inventarse otras formas de reivindicación. Tal parece que lo que más conviene a la derecha española es una ETA activa, lo que les permite articular un grito de guerra simple, unidimensional y soslayar el debate en la complicada arena de la política social.

Queda por verse el impacto que tendrá esa estrategia sobre el futuro ideológico e institucional del PSOE. ¿Se moverá en dirección del centralismo estatal tradicional, negando la viabilidad constitucional de la pluralidad cultural y lingüística de España, o habrá de reencontrar, a la luz del reciente triunfo electoral, el espíritu reformista y conciliador legado por la experiencia y la ética republicana? Algunos observadores han dicho que España ahora, a pesar del sistema constitucional monárquico, ha desbancado definitivamente la herencia del nacional-catolicismo franquista, logrando restituir la visión modernizadora y liberal de la Segunda República. Hasta qué punto es cierta esa aseveración podrá verse en los matices que tome la contienda de los partidos políticos en el futuro inmediato. ¿Ha podido España institucionalizar una ética democrática en la arena política o, como alerta Juan Luis Cebrián, estamos ante la restauración de la lógica autoritaria tradicional, cobijada ahora no ya por un discurso nacional-católico, como en el franquismo, sino por la demagogia del “fundamentalismo democrático”?