lunes, 28 de enero de 2008

Apología de lo mismo

Juan Carlos Quintero

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Nota del autor: arrebato
Interrumpido por ambas condiciones tomo aquí la palabra. El día 29 de noviembre de 2007, Eduardo Lalo intercambia mensajes con "la babel de mangle", la jefa del equipo de redacción del blog boca del cangrejo: manglaria. Lalo solicitaba, entonces, la colaboración que el lector está a punto de leer.
Recibo luego sendas notas de la babe y Motete de Indias (insisten ell@s que use esta palabra para referirse a sus personas) pidiéndome que no sólo firme este ensayo para este formato, sino que las represente en primera persona en cualquier conversación o foro. No les preocupa demostrar o refutar quién escribe pero igual no desean caer en la bobada de los seudónimos, nommes de plume, alter egos, etc. (Como si después de Pessoa fuera cómodo o fácil hacerlo.) Quisieran eso sí puntualizar con esta entrega, que mi voz es (me obligan a citar): "una emanación sin origen pero irremediablemente nuestra; voyeur magnífico de las secreciones propias de un apareamiento nefando y letal, de una disposición sinestética que te manchará para siempre. Es hora, mijo, que te apropies de lo que se te ha enseñado en tantas horas de escucha y lectura".
Con los debidos permisos ya obtenidos, mi conversación con estos seres en una bitácora electromagnética ha decidido pasar a la letra impresa en papel para intervenir en un asunto de cierta urgencia para la literatura en la isla de Puerto Rico. Queda en sus lenguas.
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El casi ensayo-entrevista “Frente a frente: los escritores y su obra”, publicado en la Revista de El Nuevo Día y firmado por Carmen Dolores Hernández, afirma la “poderosa” tradición de una crítica periodística puertorriqueña que ha dejado ya de serla para asumirse como brochure, cuña hagiográfica o entrada moral en el diccionario escolar de la clase de Español para la población semi-analfabeta de la familia de todos nosotros. Situación, dicho sea de paso, sintomática de los espacios periodísticos comerciales tradicionales, incluidos los que creen llevar a cabo una labor patriótica o popular inequívoca. Poderosa es esta glosa del sentido común cuando posee columnas, pues, a pesar de su carácter previsible y desabrido, sigue deteniendo el verdadero diálogo y desacuerdo que podría levantarse ante una serie de preguntas en torno a la condición de las escrituras literarias que proliferan hoy en Puerto Rico y por qué éstas merecen discutirse.
El gentilicio, en ese sentido, no me parece el problema insalvable para la doxa bobilt que vertebra el artículo. Lo que el gentilicio en ocasiones adjetiva, cuando sólo es principio y final de todo intercambio, no es más que una excusa para hablar de mí o de mi genealogía, canónica o soterrada, consagrada o alternativa. Hace rato que demasiados “interesados en la condición de nuestra literatura” le han dejado la cancha discursiva al colapso intelectual y ético de las institucionalidades concernidas con el “eso es lo que hay” y “estamos bregando con eso”. Lo “puertorriqueño” no tiene que operar como la tautología donde se curan en salud los que, sabiendo que van a ser entrevistados, demuestran con una obediencia conmovedora, con manzanita en mano, que han hecho la asignación mediática y de ningún modo molestarán a la entrevistadora o a sus invitados. ¿Por qué no aprovechar la plataforma de la visibilidad como trampolín para propuestas que desbloqueen ese ritual eterno de la mismidad heroica de las generaciones, los exitosos o los mejores dealers literarios del momento?
El escamoteo de la literatura también se lleva a cabo cuando se le sigue pidiendo a la experiencia literaria (lectura y escritura) que haga o diga lo que el Estado, el mercado, las aulas, las ideologías o las clases sociales aparentan querer decir, dicen o no acaban nunca de especificar. En ese mal circo, las identidades y los autores son otra moneda de cambio predecible. La singularidad puertorriqueña está cogida allí, en esa trampa “dialogante”, donde la gente parece que va a compartir opiniones novedosas o diferentes y termina distribuyéndose los lugares comunes, la corrección de la nostalgia y la bondad magisterial de los reunidos.
El supuesto abandono del tema identitario o de la obsesión histórica con el telos nacional no ha generado en las performances públicas de algunos autores la voluntad de diálogo o complejidad que quizás sus textos lleven a cabo. Lo interesante, más bien alarmante, es la dificultad para cuestionar o rebasar el cerco de preguntas, los presupuestos de corrección y tontería con los que la prensa interpela y acorrala a los autores. "Ay bendito, no jodas, no ves que nos dieron un break en los medios"
La bobera escolarizante convive con la desfachatez idiota. Me refiero a esos periodistas culturales que momentos antes de "salir al aire" confiesan no haber leído el texto, editores que tampoco leen lo que aparentan editar, reseñadores ocasionales emocionados y llorosos ante las letras que le dedica el espejo de su mejor amigo, propagandistas literarios preocupados por la condición moral de la convivencia en Río Piedras. Ninguno “dominaría” la discusión periodística de lo literario si alguien o algunos desenchufaran ese template consensual, si algo o algunos afectaran irremediablemente las condiciones del intercambio y desalojaran ese salón de las genuflexiones. Un autoritarismo suave, aterciopelado y familiar, sin embargo, gusta de ser feroz en sus ninguneos y silencios.
Por otro lado, proclamar que, en la literatura de este autor o aquella autora, lo identitario no es importante lleva algunos añitos haciendo corillo sin lograr crearle una mella al hegemón público de la mediocridad. Me parece que en algunos “novísimos” el protocolo identitario prosigue pero con otro horizonte o sujetos que no son la bandera, la tierra o ciertos usos folklóricos de la lengua. Conocen muy bien cuáles son las leyes del juego mercantil y hasta dónde podrán decir algo sin que les apaguen el micrófono o la cámara. El problema ético y político no es que promocionen sus textos, tampoco que insistan con su Ceiba en el tiesto, mucho menos que deseen vender sus mercancías, sino que le presten sumisos el cuerpo de sus textos a una cultureta anti-intelectual, aguacatona y mofolonga que, con los presupuestos de sus preguntas, conciente o inconcientemente, abarata el trabajo que desea discutir. Más que pensar en el cinismo banal de los personajes que escriben la obra de su propia fama, creo que se podría atacar sin cortapisas esta concepción terapéutica y domesticada de la discusión cultural en la isla. Pensar y preguntar por el lugar del pensamiento, pensar y preguntar por la aparición de las estéticas en la isla es una pregunta política urgente en la que están implicados demasiados cuerpos, demasiadas lenguas.

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