martes, 27 de mayo de 2008

Responsabilidad social empresarial


Alfredo Carrasquillo Ramírez

 

Los primeros años del siglo XXI han traído consigo una mayor visibilidad al tema de la responsabilidad social empresarial. De ser un concepto poco presente en la discusión pública, hoy los medios de comunicación evidencian que el mismo parece estar cobrando alguna centralidad en las prácticas corporativas o al menos en los modos en que las organizaciones narran su proceder en el entorno en que operan. Los escándalos corporativos registrados en años recientes y las consecuentes medidas gubernamentales para exigir un nivel más alto de cumplimiento y rendición de cuentas, han llevado a algunos autores a plantear que el siglo XXI dará inicio a una era de transparencia en la cual las corporaciones se verán obligadas, al menos mucho más que antes, a poner algunas de sus cartas sobre la mesa.

Tales escándalos explican sólo en parte la relevancia que la responsabilidad social empresarial parece estar adquiriendo en nuestros días. No hay duda que el valor de marca y los niveles de capital de reputación a los que acceden las empresas están condicionados hoy más que nunca por la discusión pública sobre las prácticas corporativas y sus consecuencias, que se da en los medios tradicionales y en nuevas plataformas de intercambio social a través de la Internet. Pero al impacto de dichos escándalos y a los juicios de la opinión pública sobre las prácticas empresariales se suman, a mi modo de ver, otras claves importantes del panorama de finales del siglo XX que nos ayudan a comprender la centralidad que va adquiriendo la temática de la responsabilidad social de las empresas.

Una de las claves radica en la revisión que muchos gobiernos del orbe hicieron de sus políticas sociales en los años noventa. El gobierno del presidente Clinton en Estados Unidos, por ejemplo, con su proyecto de transformación del Estado Benefactor, motivó reflexiones sobre el rol del estado y la atención a las demandas y necesidades sociales. Lo que en Francia Pierre Rosanvallon llamó la nueva cuestión social y planteó como la necesidad de repensar el estado providencia, llevó a muchos gobiernos a replegarse del social delivery; a intentar, no con mucho éxito, tomar distancia de las prácticas generadoras de dependencia, y ver en las organizaciones de la sociedad civil tales como los grupos de base comunitaria y las entidades sin fines de lucro, posibles actores que podrían asumir un rol más protagónico en la atención de las necesidades sociales en campos y ciudades. No es casual que en casi todos los países del mundo, la década de los noventa haya traído un incremento dramático en el número de organizaciones sin fines de lucro; aumento que Lester Salamon en el principal centro de investigación sobre estos temas ubicado en la Universidad de Johns Hopkins, denominó una verdadera revolución asociativa. En ese contexto de repliegue del Estado y protagonismo de las organizaciones del sector social, en atención a las necesidades sociales, se comenzaron a formular también nuevas demandas y expectativas del papel del sector privado frente a la transformación de la realidad social.

A los cambios en el modelo del Estado Benefactor, se suma el reconocimiento del fracaso por parte de muchas organizaciones multilaterales de cooperación, en sus esfuerzos de incentivar el desarrollo y reducir la pobreza. Contrario al retorno esperado de la inversión de cientos de millones de dólares en proyectos de promoción del desarrollo social, dichas organizaciones y fundaciones filantrópicas en los cuatro puntos cardinales del planeta fueron testigos de cómo la brecha entre ricos y pobres se fue agigantando, cuestionando así, entre otras cosas, la inefectividad de las estrategias caritativas, filantrópicas y de cooperación para el desarrollo articuladas hasta el momento. Más aún, el fenómeno Bill y Melinda Gates o su equivalente latinoamericano Carlos Slim, esto es, la existencia de ricos cada vez más ricos, genera la expectativa pública de que se articulará alguna estrategia filantrópica o iniciativa de responsabilidad social de importancia, tal como lo han hecho los Gates a través de la creación de la que es hoy la principal fundación filantrópica del planeta.

El fin de la llamada guerra fría y el que muchas organizaciones de sociedad civil pasaran de una dedicación exclusiva al activismo a la prestación de servicios, posibilitó espacios para un diálogo, inicialmente tímido, entre líderes del sector social y del sector privado. Poco a poco, la lógica binaria y maniquea que separaba a grupos y sectores con buenas dosis de sospecha en ambas direcciones, abrió pequeños espacios para que se registraran algunos diálogos en los que líderes de ambos sectores vieran posibilidades de construir confianza y articular iniciativas de alianza y colaboración. Igualmente, el fracaso del reino tecnocrático y las políticas neoliberales en reducir las brechas sociales llevó a algunos empresarios a replantear los modos de incidir sobre el cambio social. Partiendo de la fórmula articulada por un banquero de que una economía saludable depende de una sociedad saludable, muchos empresarios ilustrados vieron en la inversión social un potencial de retorno prometedor tanto para el cambio social como para la rentabilidad de las empresas; metas que de repente dejaban de verse como mutuamente excluyentes y pasaban a ser conciliables.

Pero hay más. El llamado escenario de la globalización con un aumento significativo en la competencia en el sector empresarial y los cambios apresurados en los modos de organizar la vida cotidiana y de hacer negocio se convierten en otra clave importante, ya que enfrentan a las empresas con la inevitable contingencia de sus ventajas competitivas y con una urgencia continua de destaque y diferenciación. En tal escenario las empresas globales o extranjeras se ven llamadas a desarrollar prácticas de negocio que les permitan acumular capital de reputación y construir un valor de marca por la vía de nuevas y más sólidas estrategias de posicionamiento; de ahí que la responsabilidad social empresarial, particularmente iniciativas de voluntariado corporativo y de mercadeo vinculado a causas, adquieran centralidad. Para así hacerlo, las grandes empresas ven la importancia de gestionar directamente sus relaciones con la comunidad y no a través de intermediarios del tipo Fondos Unidos. No es casual, por tanto, que el fortalecimiento de las tendencias actuales de la responsabilidad social empresarial, traiga consigo una disminución o al menos un cuestionamiento del rol de los intermediarios, vale decir, entidades filantrópicas que sirven de puente o enlace entre las empresas y los grupos comunitarios u organizaciones sin fines de lucro.

Es pues, en el contexto de estas claves que he intentado precisar, que muchas empresas han comenzado a moverse de lo que el mexicano Manuel Arango llamaba la “filantropía de chequera” para comenzar a practicar la responsabilidad social empresarial que hoy adquiere tanta visibilidad. Las definiciones de responsabilidad son tan numerosas como las publicaciones sobre el tema. Pero la gran mayoría comparte unos elementos básicos: se trata de una comprensión y aceptación del hecho de que la rentabilidad y viabilidad de la empresa depende no sólo de que ésta cumpla con el compromiso que tiene con sus accionistas, sino que reconozca la existencia y necesidad de mostrar su compromiso con otros públicos, tanto internos como externos. La responsabilidad social empresarial supone, por tanto, un conjunto de actividades, actitudes y comportamientos al interior de las empresas (con sus empleados o asociados, por ejemplo) y en las relaciones de las empresas con públicos externos tales como su cadena de valor, sus clientes, la comunidad en la que operan, y los distintos grupos de interés con quienes la organización coexiste.

Si bien algunas corporaciones, grandes y pequeñas, han visto en estas tendencias una oportunidad para pensarse a sí mismas como ciudadanos corporativos e interrogar su desempeño y responsabilidad con el entorno, muchas empresas siguen operando sin mayores transformaciones pero echando mano del concepto de responsabilidad social empresarial para nombrar lo que siempre han practicado. De este modo, el concepto de responsabilidad social empresarial adquiere valor de significante vacío, para cobijar acercamientos caritativos tradicionales, acercamientos cosméticos únicamente preocupados por la imagen o acercamientos de la cultura de mercadeo conforme a la cual la empresa no da puntada sin dedal, preocupados únicamente por acumular valor de marca, sin preguntarse mucho sobre cómo sus estrategias añaden valor a sus aliados comunitarios. Otras empresas llaman responsabilidad social empresarial al mero cumplimiento con las exigencias de las agencias reguladoras del Estado, o a los mecanismos que ponen en práctica para rendir cuentas y ser transparentes.

Mientras muchas organizaciones no pasan de allí, vemos honrosos casos de grandes corporaciones y pequeñas o medianas empresas que se toman muy en serio la articulación de valores y compromisos en ruta a delinear lo que serán sus prácticas de responsabilidad social empresarial. Dichas organizaciones se acercan a la responsabilidad social empresarial viendo en ella una estrategia de inversión social con buen potencial de retorno directamente atado a la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la empresa. Más aún, comienzan a comprender y experimentar el acercamiento propuesto por Michael Porter al hablar de responsabilidad social empresarial estratégica: en vez de insistir en enfrentar empresa y sociedad, se comienza a pensar y operar a partir de un principio de valores compartidos que permite identificar, sin obturar antagonismos y diferencias inevitables, puntos de confluencia e interdependencias. Las proposiciones de valor que comienzan a formularse en los intercambios entre grupos comunitarios y empresas que operan conforme a este enfoque tendrán mucho que decirnos sobre cómo es posible hacer negocios operando conforme a otra ética, capaz de conciliar rentabilidad y responsabilidad.

 

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