martes, 27 de mayo de 2008

Las burocracias y sus descontentos


Roberto Gándara Sánchez

 

“...es revolucionario quien esquiva los secretos”.

-György Konrád

 

 

Criticar a las burocracias estatales, que en Puerto Rico se conocen como “el gobierno”, es uno de nuestros pasatiempos favoritos. En cualquier momento y lugar se escuchan mofas, chistes, lamentos y acusaciones sobre la incompetencia, malos servicios, pobres hábitos de trabajo, vagancia, politización y oportunismo. Este goce lúdico ha sido reforzado por la lamentable práctica de usar puestos públicos para premiar y “poner a guisar”, a los militantes de los partidos políticos cuando se ganan elecciones, sin importar sus competencias. La crítica popular tiende con frecuencia a trivializar el asunto, lo que no quiere decir que carezca de fundamentos. Vale notar, no obstante, que la aparente desconfianza general (o desprecio) por la cosa pública ha fomentado actitudes ambivalentes y contradictorias. Todavía persiste en nuestra cultura política una fuerte tradición paternalista-autoritaria-populista que resiente el excesivo control gubernamental sobre nuestras vidas, pero reconoce al mismo tiempo que el Estado representa la fuente principal para solucionar nuestros problemas colectivos e individuales. Toda reflexión sobre política social, por lo tanto, debe incluir una mirada aguda al tema de las burocracias.

 La costumbre de menospreciar la institucionalidad del Estado se ha intensificado en las últimas décadas, debido a una campaña global conservadora, organizada por los defensores del libre mercado con la complicidad de los medios masivos de comunicación. Los argumentos más usados en esta campaña giran en torno a la excesiva burocratización de las agencias gubernamentales; destacando su rigidez, su enorme escala y costo, la relativa ineficiencia de sus servicios, su insensibilidad en la relación con el ciudadano, la tendencia a imponer monopolios y el abuso de su capacidad de reglamentar la economía. La campaña de descrédito del sector público también propone que el bienestar económico depende del buen funcionamiento de la economía de mercado, por lo que la intromisión del gobierno actúa en contra de la prosperidad general. Cuando la economía va bien se apunta a la fortaleza del libre mercado, y cuando va mal es “culpa del gobierno”. La alternativa propuesta por esta ofensiva publicitaria de corte ideológico gira en torno a reducir el ámbito de los servicios gubernamentales directos; lo que haría posible concentrar los recursos estatales en dos funciones primarias: mantener la estabilidad y seguridad del orden social (incluyendo un orden penitenciario), y apoyar el desarrollo y la expansión del libre mercado. La reducción de controles económicos, la privatización y la comercialización, son las tres metas estratégicas de esta ofensiva política posmoderna contra el Estado y sus burocracias. En efecto, el resultado ha sido crear un conflicto mundial entre la tradición estatal benefactora y los principios ideológicos neoliberales, para los cuales el Estado ya no es la entidad responsable del bien social. En su lugar emerge el canon de la economía liberal que reduce la función primaria del Estado a facilitar y proteger las iniciativas del capital desterritorializado.

Vale aclarar que la crítica formal a las burocracias estatales no tiene su origen en la teoría neoliberal posmoderna; cuanto se remonta a una larga y rica literatura que data, de manera sistemática, del sociólogo alemán Max Weber, a comienzos del siglo XX. A través de ella conocemos las contradicciones entre las promesas de los Estados burocratizados y la realidad de su naturaleza dominante, paternalista y excluyente. Las megaburocracias, tanto en los regímenes socialistas como en las democracias liberales, justifican su reclamo de dominio sobre la vida pública sobre dos principios fundamentales. El primero es la defensa de la democracia mediante la dirección y administración de la política económica y social, que incluye debilitar el poder del capital privado para atenuar las desigualdades y la falta de libertad de la cual es responsable: el principio moderno de igualdad y justicia social sólo es realizable mediante el control político-burocrático del Estado. El otro postulado que se usa para justificar el monopolio de las burocracias es su supuesta competencia y superioridad profesional y técnica. Esta visión tecnocrática valida la implantación de controles sociales y promueve la despolitización sistemática de la esfera pública. Para la mentalidad burocrática, el buen funcionamiento de los mecanismos de protección y beneficio social no sólo requiere controlar la actividad del capital, sino limitar la participación ciudadana autónoma.

La expresión más radical de la burocratización del Estado en el siglo XX se dio en los experimentos de los regímenes socialistas burocráticos (comunistas). Bajo estos sistemas, los medios económicos, políticos y culturales básicos son monopolizados por un aparato jerárquicamente organizado que tiene como fin natural hacer imposible el desarrollo de centros de poder ajenos a él, sean éstos del capital o de la sociedad civil. Pero esta visión también proliferó en las sociedades liberales y populistas bajo el emblema socialdemócrata que sustenta la cultura populista del Estado Benefactor. La sensibilidad socialdemócrata, tuvo su momento de mayor prestigio en las décadas cercanas a la Segunda Guerra Mundial. Durante los años de la posguerra, a pesar de la tensa polaridad de la guerra fría entre el comunismo y las sociedades democráticas, se instrumentó en Occidente una alianza funcional entre los Estados liberales y los capitales nacionales, para conseguir la paz interna, la estabilidad social y la prosperidad económica. La extensión gradual de las redes del poder burocrático del Estado representaba, por lo tanto, un modelo dirigista y emancipatorio a la vez. Sus estrategias distributivas, se pensaba, lograrían la inversión controlada de capitales, la reducción del desempleo y la expansión de servicios de seguridad social. En otras palabras, se suponía que el Estado habría de propiciar, en alianza con las fuerzas del mercado, una era de sociabilidad democrática, producción irrestricta y generosos servicios de bienestar social.

El desmantelamiento del bloque comunista, culminando con la desinte-gración de la Unión Soviética y la incorporación de China a la economía global, representó una admisión de fracaso para las formas más radicales de burocratización estatal. Al mismo tiempo, el desarrollo tecnológico de las comunicaciones y el transporte internacional propiciaban una expansión dramática del capital de inversión, generando riquezas sin precedentes sobre la movilidad de la producción, el consumo y la competencia. Ante esta coyuntura mundial, las estructuras proteccionistas y controladoras de los Estados tradicionales comenzaron a verse como impedimentos para el progreso, lo que animó a erigir nuevos esquemas que anteponían la primacía de la economía de mercado sobre el Estado. Al mismo tiempo, se intensificó la crítica del lado oscuro de las burocracias estatales: su anquilosamiento funcional, su inmovilidad y su instinto natural de proteger sus monopolios y parcelas de poder.

Se observa que la obsesión burocrática por controlar la totalidad de las interrelaciones sociales no ha sustituido la tradición autoritaria, más bien la ha reciclado mediante la represión de esferas autónomas de acción ciudadana. En palabras del sociólogo y teórico británico John Keane, “La democracia, anteriormente reconocida como el principal procedimiento para limitar el abuso de poder autoritario, se convierte en aliada de la heteronomia”. Antonio Negri, autor junto a Michael Hardt del influyente ensayo Imperio, coincide con más vehemencia en esa crítica: “...no hay lugar para la nostalgia ni la defensa del Estado-nación... No sé cómo se puede considerar aún el Estado-nación algo más que una ideología falsa y nociva”.

No es de extrañar, ante este panorama de antagonismo hacia el Estado liberal y sus burocracias –proveniente tanto de las derechas posmodernas como de la teoría crítica de las izquierdas– que la ofensiva publicitaria del mercado haya encontrado buen caldo de cultivo. En Estados Unidos, la administración de Reagan popularizó las ideas que buscaban reemplazar al Estado con el libre mercado como rector de la vida económica y social. “Get government out of our lives” fue uno de los slogans más efectivos de un proyecto político encaminado a “reinventar el gobierno”. En el Reino Unido de Margaret Thatcher, la desreglamentación (deregulation) de la economía, la reestructuración del mercado laboral, el fomento del consumo y la inversión, la eliminación de barreras proteccionistas, la privatización y la labor de facilitarle el camino a la globalización económica fueron las políticas públicas más visibles de su reformismo neoliberal. Democracia y progreso ya no eran patrimonio del Estado, sino de la economía de mercado. El aparente triunfo absoluto del binomio democracia-capitalismo sobre el socialismo fue lo que llevó a Francis Fukuyama a anunciar el fin del la historia.

Desde el punto de vista de las izquierdas, vale destacar que el asedio a las burocracias del Estado no radicó tanto en su carácter sobreproteccionista de la economía, sino en sus contradicciones normativas, especialmente su ineficiencia operativa y la tendencia natural al autoritarismo y el monopolio. Lo primero contradice su reclamo tecnocrático y lo segundo devalúa la ética democrática. Para muchos pensadores progresistas, la inmovilidad de las estructuras burocráticas y su obsesión controladora han logrado erosionar la confianza pública en las instituciones del Estado, al grado de debilitar, por no decir, neutralizar, el valor político y simbólico de su función social tradicional. Sobre este proceso de deslegitimación es que se encumbra el llamado a reinventar el gobierno.

Ante esta extendida deslegitimación del Estado Benefactor, cabe preguntar, ¿es el libre mercado una alternativa razonable a las burocracias del Estado? La respuesta de John Keane (Public Life and Late Capitalism, 1984) es que ésta es una falsa antinomia, porque la economía de mercado está atravesada por burocracias corporativas que operan bajo las mismas normas estratégicas que las públicas. Ambas comparten “la extensión ciega y avara del poder hacia la sociedad civil... por lo que el término burocracia ya no puede caracterizar únicamente los procesos de planeación política y administración del Estado”. Keane observa que en la economía posindustrial, las poderosas redes de organización burocrática que penetran y organizan la vida económica del libre mercado, son realmente similares a las del Estado. Las organizaciones corporativas burocráticas tienden también a convertirse en instituciones rutinarias, por lo que la vida diaria cae bajo la influencia de redes de organizaciones jerárquicas, cada una de ellas administrada por directores y profesionales, asesores, personal de seguridad y publicistas.

La voluntad de dominar y administrar profesionalmente las esferas de la vida, de “instituir decisiones en ausencia de una discusión y control desde abajo” incorpora el fin de constituir la ciudadanía en objetos despolitizados. El control tecnológico se alimenta del culto y el prestigio a la autoridad tecnocrática, lo que es característico de toda oligarquía. Es paradójico, concluye Keane, que “las relaciones de poder burocrático no se limitan a las esfera de la administración del Estado, de cuyo modo de funcionamiento han llegado a depender cada día más los aparatos de la producción y el consumo capitalistas”.

Aunque todavía se percibe en el discurso neoliberal cierto antagonismo entre las burocracias corporativas y las estatales, en realidad ambas se hacen cada día más análogas e interdependientes, por lo que las relaciones de poder y obediencia han logrado ejercer su dominio sobre todas las esferas de la vida contemporánea. Keane lo resume así: “La influencia vigilante, disciplinante de la organización burocrática profesional se va extendiendo hasta las más íntimas esferas de la vida del hogar”.

La imbricación de burocracias públicas y corporativas puede observarse también en la forma en que los criterios empresariales han comenzado a transformar los estilos administrativos de las agencias públicas, principalmente mediante la adopción de métodos de comercialización y objetivos de autosuficiencia fiscal. Al mismo tiempo, las burocracias corporativas han aprendido de las burocracias estatales a dominar los campos de acción social, adoptando el hábito tecnocrático de monopolizar la información e imponer normas y procedimientos altamente jerarquizados y rígidos. Reglas de juego burocratizadas, en otras palabras, dominan ambos campos, el público y el privado, y responden a la estrategia común de limitar las interrelaciones internas y de servicio. En el sector público esto facilita la supervivencia y el poder, y en el corporativo ayuda a la explotación efectiva del mercado; a la acumulación de plusvalías.

Actualmente, se le hace difícil a toda persona que haya tramitado un servicio público o privado (luz, agua, teléfono, Obras Públicas, hospitales, bancos, transporte, entretenimiento, etc.), distinguir diferencias notables entre las burocracias privadas y públicas, en cuanto a sistemas, actitudes, trato y organización de servicios. Por ejemplo, la pesadilla de tramitar una reclamación de sobrefacturación del consumo de luz no es cualitativamente diferente a cuando se reclama un seguro. En ambos casos, el ciudadano se enfrenta a procedimientos rígidos que no admiten interpelación. Eso a su vez es superado en su carácter dantesco por los procedimientos de pre-admisión en cualquier hospital privado, donde el reclamo de destrezas técnicas justifica que los servicios se organicen para conveniencia del proveedor en vez de beneficio al paciente. Es de notar también el caso de los aeropuertos, donde la experiencia del abordaje, vuelo y desembarque obliga al pasajero a pasar por estaciones de control y servicios, algunas públicas y otras corporativas, sin percatarse de diferencias en las conductas de unas y otras. Todas proveen información fragmentada y presentan un campo masificado de normas de interrelación, carentes de alternativas diferenciadas, salvo en las prácticas de excepción reservadas para las jerarquías.

A pesar del parecido y alianza entre burocracias públicas y corporativas, persiste la noción de que “el gobierno es peor” sin que realmente hayan argumentos que lo sustenten. Sin embargo, la unidimensionalidad de ambas tiene un efecto nocivo sobre el ethos democrático, en tanto sofocan la capacidad del ciudadano de proponer alternativas a los esquemas dominantes de servicios e interrelación social. Esta incapacidad participativa implica una pérdida de propósito político, en detrimento de la vida democrática.

El retraimiento ciudadano ante el control tecnocrático se facilita cuando se refuerza la creencia fatalista, típica de la mentalidad totalitaria, de que es imposible manejar información especializada (técnica) y escapar de los imperativos del poder. No hay duda de que todas las organizaciones burocráticas, alimentadas hoy por el culto populista al prestigio personal, la movilidad social y la autoridad, reprimen el crecimiento de públicos autónomos mediante la incorporación del principio organizativo del mandato y la obediencia, es decir, de la despolitización. Afortunadamente, la experiencia nos dice que no es imposible defender la vida pública autónoma frente a la dominación burocrática que ha forjado la alianza de Estado y mercado. Como dice el pensador alemán, Jurgen Habermas, las contradicciones estructurales de las burocracias abren espacios de acción alterna. Paradójicamente, mientras las organizaciones burocráticas reprimen el crecimiento de públicos autónomos, también elevan la posibilidad de interpelar, desde abajo, tanto a las organizaciones estatales como a las corporativas.

 Ante la necesidad política democrática, de erigir alternativas al poder de las burocracias, hay que pensar más allá de la aparente antinomia entre Estado y mercado. La literatura crítica más consecuente –a la cual Plural ha hecho referencia en diversas ocasiones– apunta a que debemos ser escépticos, por criterios empíricos y no tanto ideológicos, ante los reclamos teóricos y estratégicos de la retórica del mercado. Las múltiples consecuencias negativas de acciones económicas en todo el mundo, sin tomar en cuenta el costo social, hacen ver que el Estado sigue siendo, al día de hoy, la única entidad capaz de forjar políticas públicas que atenúen la depredación estructural y natural del mercado. Por otro lado, como indican Negri y Keane, las burocracias estatales no parecen ser la respuesta, por su historial impositivo y obsesión de control sobre todas las facetas de la vida social. Ambas experiencias, en otras palabras, han tenido un efecto negativo sobre la vida democrática, al negar los principios modernos de autorealización y libertad política.

¿Dónde reside, por lo tanto, la esperanza de una institucionalidad donde el ciudadano pueda encontrar espacios reales de participación? Negri y Hardt piensan, evadiendo el hábito paternalista de ofrecer fórmulas correctivas, que la respuesta saldrá de la multitud, ese conjunto humano, pasado por alto por los estratos privilegiados del mundo desarrollado, que son portadores de una enorme diversidad cultural, cuya pluralidad enriquece su potencial creativo para forjar sus propios caminos de inclusión. Keane, por su parte, continúa la tradición de Max Weber, Jurgen Habermas y Claus Offe, en cuanto a que la respuesta yace en la sociedad civil, en la reactivación de las esferas públicas mediante la creación de instituciones autónomas ajenas al control del Estado y el mercado.

Una esfera pública surge siempre que dos o más individuos, que antes habían actuado de forma separada, se unen para interpelar tanto sus propias interacciones como las más amplias relaciones de poder social y político. Dicho de otro modo, se trata de un difícil y prolongado proceso de descentralización del poder, mediante la defensa de múltiples esferas públicas con poder efectivo para interpelar al mercado y controlar a sus representantes políticos. La conclusión de Keane es particularmente relevante: la reforma radical de las democracias liberales “depende del debilitamiento del poder de las burocracias corporativas y estatales mediante la creación y el fortalecimiento de esferas de vida autónomas”. Por medio de esta asociación autónoma, “los miembros de las esferas públicas estudian lo que están haciendo, arreglan cómo van a convivir y determinan, dentro de los medios de que disponen, cómo podrían actuar colectivamente en un futuro previsible”. En resumen, el nuevo antagonismo político “no debe darse entre los defensores del capitalismo y los partidarios del socialismo, sino más bien entre los amigos y enemigos de la democracia”.

 

No hay comentarios: