martes, 27 de mayo de 2008

Panorama electoral


Plural publicó un artículo en su edición núm. 7 sobre los alineamientos políticos en España a la luz del triunfo del Partido Socialista Obrero Español (PSOE ) en las anteriores elecciones del 2004. La tesis principal de esa reflexión fue que el asunto de la política territorial ha llegado a ocupar un lugar privilegiado en el debate electoral del futuro inmediato, sobrepasando las diferencias ideológicas tradicionales sobre asuntos sociales entre derechas e izquierdas. Éstas seguirían ocupando un espacio importante en el debate político, pero el asunto de las autonomías, es decir, la relación formal entre las diferentes nacionalidades que componen el conjunto de España y su vínculo jurídico-constitucional con el Estado, toca un nervio particularmente sensible en la actualidad, por lo que lo ha elevado a la cima de la contienda electoral al grado de influir marcadamente sobre los alineamientos políticos. Esto no es reciente, el asunto ha estado latente desde el final de la dictadura franquista, pero ha escalonado el espacio político constantemente según se deslindan las coyunturas electorales. Juan Luis Cebrián, uno de los fundadores del periódico El País y su director durante la fase formativa, nos recuerda que el candidato de la derecha española José María Aznar llegó al poder en 1996 “españoleando, encaramado en una ola centralista como no se recordaba desde los primeros días de la monarquía parlamentaria”. (El fundamentalismo democrático, pág. 82). No es de extrañar por lo tanto, que cuando un asunto neurálgico de política exterior desembocó en los actos de terrorismo musulmán el 11 de marzo de 2004, Aznar haya insistido en acusar a la banda nacionalista Euskadi Ta Askatasuna (ETA). (El ardid no tuvo éxito y el país lo castigó por su demagogia eligiendo al PSOE cuatro días más tarde.) Hay que tener presente, sin embargo, las palabras proféticas de Felipe García Quevedo en Plural, al describir el resultado de las elecciones del 2004, lo cual tuvo que ver con el asunto de la participación de España en la guerra de Irak: “Si, como parece, el tema de la política exterior de España es coyuntural y las aguas volverán a su cauce una vez se retorne a la tradición europeísta y de distancia a las administraciones de Estados Unidos, el cambio del eje organizador de la política en España seguirá concentrándose en el dilema integridad nacional vs. nacionalismos regionales”. (Plural 7, pág. 4)

El asunto de la política territorial se le hace más fácil a los sectores nacionalistas y centralistas españoles que al PSOE, que no parece haber encontrado un sitio claro en el panorama del debate autonómico. El PSOE, en tanto representa el centro moderado social demócrata y busca armonizar los reclamos de mayor autonomía territorial con el principio de la unidad del conjunto español, es vulnerable ante las denuncias de los sectores autonomistas e independentistas en cuanto a que favorece al centralismo, mientras la derecha tradicional no cesa de acusarlo de favorecer los reclamos localistas y de ser complaciente ante la periferia. Para la derecha, el PSOE se empeña en “romper a España”. El ambiente electoral, por lo tanto, augura tiempos difíciles para el PSOE, a pesar de los recientes resultados electorales del 9 de marzo, donde volvió a revalidar con una mayoría de dieciseis escaños sobre el PP. Es de notar que la ventaja abundante del PSOE en estas elecciones tuvo el apoyo de amplios sectores autonomistas en Cataluña y Euskadi, donde, según se ha observado, muchos electores votaron por el PSOE, en vez de los partidos nacionalistas, para evitar el triunfo del nacionalismo español de derechas representado por el PP. No deja de haber cierta ironía en que este vuelco hacia el bi-partidismo convierte a la política territorial, al menos al corto plazo, en una ventaja electoral para el PSOE. A más largo plazo, sin embargo, el partido que ahora ocupa el centro ideológico de la política española se hará más vulnerable en la medida en que se intensifique la hostilidad de los centralistas, y aumenten las frustraciones autonomistas y los conflictos territoriales. Aplicar una política de Estado que acomode a ambas fuerzas históricas (y electorales) es a todas luces difícil.

El giro que toma el discurso partidista testimonia esa incertidumbre. El gobierno del PSOE bajo el Presidente de Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido logros indiscutibles en la administración del Estado y en el campo de la legislación social. Se han aprobado leyes que fortalecen al Estado laico y democrático moderno, a tono con el espíritu reformador libertario que les legó la corta vida de la Segunda República. Leyes que amplían los derechos ciudadanos, como la ley de la igualdad, la de los matrimonios del mismo sexo, la educación y la memoria histórica, junto a una actitud liberal ante los reclamos autonómicos, marcan la obra social y política del régimen de Rodríguez Zapatero. Vale mencionar también que la reforma de Radio Televisión Española (TVE) ha sido consecuente en eliminar el control político y estatal de la institución, abriendo ese espacio comunicativo a la diversidad y la pluralidad. En cuanto a la política exterior, se le puso fin a la aventura disparatada del presidente Aznar en Irak, se restauró el foco de España hacia la participación en la Unión Europea y las Naciones Unidas, y se aumentó considerablemente la presencia española en América Latina.

Todos estos cambios de política oficial avivaron el prestigio de la gestión del gobierno del PSOE pero también elevaron el ánimo contencioso de la oposición de derechas, reanimando, por ejemplo, el activismo de la Iglesia Católica, cuyos sectores más conservadores aún no se reconcilian con la cotidianidad de la modernidad laica y la inevitable desaparición del anacrónico Estado Confesional. Pero el discurso de la oposición derechista se ha concentrado en el rechazo de los tradicionales reclamos de catalanes y vascos. La propuesta de enmiendas al Estatuto de Cataluña, por ejemplo, creó tal grado de hostilidad entre los nacionalistas españoles que la colocó en la cima del debate massmediático por muchos meses. Fue particularmente controvertible que los catalanes hayan insistido en incluir en su propuesta estatutaria que Cataluña es una nación. El gobierno, que había manifestado simpatía ante la posibilidad de enmendar el Estatuto catalán (un proceso que está provisto en la Constitución del 1978), tuvo que recular y retirar su apoyo al proyecto, a pesar de haber sido aprobado por el Parlamento de Cataluña y ratificado por referéndum popular. Esa actitud débil y ambivalente frente a los reclamos de autonomía por un lado y la obsesión centralista por el otro, ha debilitado la imagen de Zapatero entre los sectores españolistas, dándole a la derecha una ventaja electoral en el resto de España. A la fecha, la mirada fría y ambivalente del gobierno yace en espera de que el Tribunal Constitucional pase juicio sobre la constitucionalidad del nuevo Estatuto de Cataluña.

Algo similar ocurrió con el País Vasco. La oposición inmediata y decisiva de Rodríguez Zapatero al Plan Ibarretxe que propuso el Lehendakari para obtener mayores poderes para el País Vasco, incluyendo la celebración de una consulta electoral sobre el estatus de Euskadi, testimonia cuán sensible está el PSOE ante los resentimientos del centralismo nacionalista español, el cual se afinca en una larga y poderosa tradición. El sentimiento de amenaza ante la centrífuga de los nacionalismos territoriales no es exclusiva de la derecha. También es parte de una larga tradición liberal que incluye, por ejemplo, la política oficial de Manuel Azaña durante la Segunda República. Azaña instrumentó profundas concesiones autonómicas a Cataluña, pero lo hizo para resolver un problema político, no para reestructurar el Estado español. Su concepto del Estado siempre fue unitario. Ahora, sin embargo, la obsesión anti autonómista de la derecha ha alcanzado niveles de enorme hostilidad, por lo que el estribillo “se rompe España” ha llegado a definir su discurso electoral apocalíptico.

El asunto que más atención mediática ha generado durante estos últimos cuatro años, y que hoy ocupa por mucho el primer lugar en la contienda entre la oposición y el gobierno, es el asunto de la banda ETA. Para la derecha española, más que la violencia política, ETA simboliza la amenaza separatista, por lo que insiste en que el Estado no debe siquiera conversar o negociar con sus líderes, aunque sea para acordar el abandono de las armas y la violencia. Para la derecha, sólo es aceptable la rendición unilateral e incondicional de ETA; mantener un diálogo abierto con ella, por lo tanto, raya en la traición.

El asunto de ETA se complicó en el 2004 cuando el gobierno de Aznar trató de culparla por los actos terroristas del 11 de marzo. A pesar de que era evidente desde el primer momento que se trataba de un acto terrorista islámico en represalia por la alianza de España con Estados Unidos para invadir a Irak, las derechas españolas y su organización electoral, el Partido Popular, ha insistido durante cuatro años en la complicidad de ETA con los jihadistas. Sus portavoces mediáticos más radicales, el periódico El Mundo y la cadena radial COPE, han insistido en ese vínculo, aun cuando el tribunal correspondiente dictó su fallo final hace pocos meses. La última tesis adelantada por El Mundo, la cadena COPE y el PP es especulativa: tuvo que haber, dicen, un actor intelectual para el ataque de Atocha porque los marroquíes que lo efectuaron no tenían la capacidad intelectual y organizativa para planificar y organizar tal evento. Como ese actor intelectual se desconoce y el beneficiario principal del evento fue el PSOE porque le permitió ganar las elecciones cuatro días más tarde, se insinúa que se trató de una conspiración entre el PSOE y ETA para derrotar al PP. A cambio de la ayuda de ETA, el nuevo gobierno iniciaría una negociación política formal para independizar al País Vasco y entregarle la Comunidad de Navarra.

Insistir en el vínculo de conspiración entre el PSOE y ETA responde a tres propósitos estratégicos del PP: primero, desautorizar al gobierno del PSOE; segundo, exculpar al gobierno de Aznar de haber tratado de implicar a ETA en los eventos del 11 de marzo, y tercero –el más importante– mantener el tema de la ilegitimidad de los reclamos territoriales en la cima del debate electoral, asociándolo indisolublemente con la violencia. Evocando un fundamentalismo democrático, se desautoriza todo esfuerzo oficial por convenir el final del terrorismo y se mantiene vivo un tema de alto contenido emocional y fácil manejo en el discurso electoral. Esta estrategia ha tenido cierto éxito, debido a la vulnerabilidad del PSOE por su condición natural de centro izquierda moderada. El gobierno de Rodríguez Zapatero, a pesar de haber ganado las elecciones, sigue en la defensiva en cuanto al asunto de ETA y el nacionalismo vasco. La presión que ejerce sobre la opinión pública la noción de que tras los nacionalismos se esconden los enemigos de España, ha pesado sobre la política oficial al grado de forzar la interrupción de esfuerzos conciliadores. Peor aún, el gobierno del PSOE se vió forzado, ante la retórica apocalíptica de la derecha, a ilegalizar la participación electoral de los sectores vascos más radicales. Muchos observan que cerrar las puertas electorales a los nacionalistas vascos obliga a perpetuar la violencia. Si las reglas del juego democrático no permiten la participación electoral de los sectores más radicales, no habrá más remedio que inventarse otras formas de reivindicación. Tal parece que lo que más conviene a la derecha española es una ETA activa, lo que les permite articular un grito de guerra simple, unidimensional y soslayar el debate en la complicada arena de la política social.

Queda por verse el impacto que tendrá esa estrategia sobre el futuro ideológico e institucional del PSOE. ¿Se moverá en dirección del centralismo estatal tradicional, negando la viabilidad constitucional de la pluralidad cultural y lingüística de España, o habrá de reencontrar, a la luz del reciente triunfo electoral, el espíritu reformista y conciliador legado por la experiencia y la ética republicana? Algunos observadores han dicho que España ahora, a pesar del sistema constitucional monárquico, ha desbancado definitivamente la herencia del nacional-catolicismo franquista, logrando restituir la visión modernizadora y liberal de la Segunda República. Hasta qué punto es cierta esa aseveración podrá verse en los matices que tome la contienda de los partidos políticos en el futuro inmediato. ¿Ha podido España institucionalizar una ética democrática en la arena política o, como alerta Juan Luis Cebrián, estamos ante la restauración de la lógica autoritaria tradicional, cobijada ahora no ya por un discurso nacional-católico, como en el franquismo, sino por la demagogia del “fundamentalismo democrático”?

 

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