martes, 27 de mayo de 2008

La pequeña filantropía


Víctor D’ors


En Europa y más tarde en  Estados Unidos, la filantropía, es decir, la acción de donar fondos de entidades privadas (empresas e individuos) a instituciones sociales autónomas, es una tradición centenaria. Muchas organizaciones cultura-les y educativas de peso fueron creadas y son sostenidas, al menos en parte, por aportaciones ciudadanas, con frecuencia anónimas. Por ejemplo, el fondo dotal de la Universidad de Harvard, la más rica del mundo, fue de más de $25,000 millones en el 2005 . Otro ejemplo es la Metropolitan Opera de Nueva York. Además de mantener un fondo dotal propio y robusto, la organización recibe regularmente donativos para eventos especiales.  En su playbill se publica la lista de personas que envían contribuciones todos los años, clasificados a base de la magnitud de los donativos. Es conocido que muchas personas participan por el prestigio social que tal práctica conlleva.

En Europa, la filantropía es aún más abarcadora a pesar de que existe una práctica extensa de apoyo estatal a la cultura, la educación y la labor social. Las ONG, algunas de las cuales son gigantescas, hacen parte del habla cotidiana por su amplia presencia en los ambientes sociales y culturales. Casi todas las instituciones culturales conocidas, algunas de las cuales datan de hace uno o dos siglos, reciben con regularidad amplias dádivas filantrópicas que complementan los subsidios públicos. Aun en tiempos difíciles como fueron los años de la posguerra en Alemania, particularmente en la República Democrática Alemana (RDA), las iniciativas ciudadanas fueron responsables de mantener vivas a las instituciones culturales. En la ciudad de Leipzig, por ejemplo, su centenaria orquesta sinfónica, la Gewandhaus, se mantuvo activa por el apoyo ciudadano luego de que los bombarderos aliados destruyeron su sede durante la Segunda Guerra Mundial.  La tradición filantrópica fue imprescindible para reconstruir su teatro y no sólo sirvió para darle continuidad a la institución sino que forzó al Estado a institucionalizar su subsidiaridad.

En Puerto Rico, en cambio, la filantropía sólo se da en pequeña escala. Es cierto que abunda la participación en eventos benéficos y que son pocos los puertorriqueños que se niegan a hacer donativos cuando se les solicita para causas bona fide, sobre todo las que tienen que ver con urgencias (como desastres naturales) o con programas de asistencia social a escala limitada (como la Fondita de Jesús, los Centros Sor Isolina Ferré o algún niño que necesite una intervención quirúrjica). También es notable, la enorme cantidad de trabajadores que donan parte de sus salarios a Fondos Unidos (mediante descuentos de nómina) a pesar de que no saben para qué se usan esos fondos más allá de tener una vaga noción de que es para algo benéfico. Esta práctica general, sin duda, testimonia una cultura nacional inclinada a la generosidad y la solidaridad.

Por otro lado, se ha generalizado entre el sector empresarial del país la costumbre de apoyarse mutuamente cuando se trata de recaudar fondos para causas que se abrazan por razones personales o de negocios. Donar fondos para eventos especiales: torneos de golf, actividades culturales, deportivas y faranduleras de todo tipo (incluyendo campañas políticas), becas y ayudas estudiantiles, entre otras, se ha convertido en una práctica cotidiana entre los sectores profesionales y empresariales.  Pero, de igual forma, las cantidades de esta “filantropía de chequera” son pequeñas y no se presume que sean recurrentes.

Hace poco vimos el caso insólito de un profesor de la Universidad de Puerto Rico, Esteban Tollinchi, que legó a la institución la totalidad de sus haberes en forma de un fondo dotal para habilitar una beca permanente. Pero éste es un caso excepcional.  Usualmente los donativos que se hacen en el país no guardan relación con la escala del capital acumulado. Y muchas veces cuando se donan cantidades altas o recurrentes, se dirigen a instituciones fuera del país. En otras palabras, persiste la actitud de no apoyar sustantivamente a las instituciones sociales autónomas, de no ir más allá de pequeños donativos que se aportan “para cumplir”. Esta reticencia perdura entre el sector empresarial y profesional, a pesar de la enorme escala de los recursos que posee y de que una de las maneras tradicionales de adquirir prestigio social, del cual estos sectores están ávidos, es acercándose y participando del mundo del arte y la cultura.

En años recientes, ha habido un aumento considerable de empresarios que apoyan eventos culturales, tales como óperas, museos, concursos de canto, exposiciones de arte, becas de artistas, presentación de celebrities, festivales, fiestas y eventos benéficos. Además, se ha generalizado la práctica de reclutar a comerciantes y profesionales para fungir de directores y asesores en instituciones culturales de alta visibilidad.  Es común, que personas con reputación de comerciantes o profesionales exitosos sean reclutadas por estas instituciones bajo el doble supuesto de que representan al sector público y que pueden ayudar a recaudar fondos. 

Al examinar de cerca el panorama vemos que lejos de asumir responsabilidades personales o empresariales por el sustento de las organizaciones de las cuales pasan a formar parte, mediante donativos cuantiosos y recurrentes, estos empresarios están más prestos a promover políticas de comercialización (sin asumir, claro está, la responsabilidad directa por los resultados), y a cabildear, usando sus influencias políticas, por aportaciones del sector público. También se da el caso de supuestos “mecenas” que ofrecen quimeras económicas cuando en realidad buscan acceso a los recursos de esas instituciones, ya sea para beneficio de proyectos privados o prestigio personal, o ambos. En algunas ocasiones se empeñan en que las instituciones aporten recursos para sus proyectos personales, bajo el supuesto de que les conviene a largo plazo. Invocando un supuesto espíritu filantrópico (prevalece la frase, “estoy ayudando a...”), las promesas de estos empresarios no suelen incluir donativos personales sustanciales, a pesar de que en ocasiones simpatizan realmente con las instituciones. En ocasiones los ofrecimientos esconden un espíritu depredador y en otras cierta ingenuidad;  pero en todas impera el hábito de ser frugales con las contribuciones en efectivo y de no asumir obligaciones, más allá de dedicarles algún “tiempo”. El resultado, en términos prácticos, ha sido la acumulación de promesas incumplidas. Vale apuntar que son pocos los administradores de las instituciones culturales y educativas las que conspiran con estos pequeños filántropos, pero son muchos los que se dejan llevar, ingenuamente, por las fantasías del mercado.

Para ilustrar esta práctica, vale mencionar unos ejemplos.  Cuando el Estado creó el Museo de Arte de Puerto Rico (MAPR), se formó una Junta de Directores que al principio fue nombrada por el Gobernador, pero que actualmente se autoconforma, compuesta principalmente por empresarios y profesionales. El supuesto era que esta gente, en su mayoría pudientes, habría de aportar y generar los fondos necesarios para adquirir obras permanentes y mantener las operaciones del MAPR. El objetivo expreso era reemplazar la carga económica del Estado. La estrategia financiera que este grupo adoptó, sin embargo, se centró en dos metas:  solicitarle al Instituto de Cultura Puertorriqueña la cesión (libre de costos) de su colección de arte, y proponer un proyecto de ley mediante el cual el Estado aportaría, permanentemente, el costo de las operaciones, sin que mediara un contrato de subsidiariedad. En ningún momento se asumieron  responsabilidades financieras personales o empresariales. Ninguno de esos objetivos se logró, por lo cual el Estado ha tenido que asumir directamente la carga financiera de las operaciones a un costo actual de $3 millones anuales.

El ejemplo del Museo de Arte de Ponce (MAP) también es elocuente.  Esa institución es controlada por la familia Ferré, poseedora de una de las grandes fortunas del país, por lo que bien podría sostener el MAP sin hacerle mella al nivel de vida de sus miembros.  Sin embargo, el ex gobernador Luis A. Ferré logró que el gobierno legislara un donativo anual de $1 millón, a la vez que el Municipio de Ponce aporta recurrentemente a los gastos administrativos.  Además, se celebra todos los años una Gala para levantar fondos entre la clase empresarial y cada vez que se contempla algún gasto extraordinario, se recurre a la legislatura para que otorgue un donativo especial. La mentalidad que prevalece en el MAP es un claro indicio de que se espera que sea el Estado, y no el sector privado, quien asuma la responsabilidad primaria de subsidiar las iniciativas autónomas.  Queda así claro que la visión filantrópica, más allá de la “filantropía de chequera” continúa siendo una ilusión.

Otro ejemplo, que ya ha sido mencionado anteriormente en Plural, es la política de comercialización de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico (EDUPR). Bajo una nueva estrategia de autosuficiencia fiscal, no tardó en invertir una cantidad enorme recursos en una publicación difícil de reconciliar con la función de una editorial académica, que ni siquiera aparece ya en su catálogo oficial. No se conoce el resultado contable de esa aventura, pero la EDUPR sigue lejos de lograr la autosuficiencia. Por suerte, hay indicios recientes que indican que han retomado senderos más apropiados para su función social y universitaria.

La Corporación de Puerto Rico para la Difusión Pública (CPRDP) presenta otro caso digno de mención. Respondiendo a promesas de autosuficiencia financiera, la administración ha efectuado un cambio en la programación que privilegia la comercialización mediante acuerdos con productores asociados a la farándula.  El resultado ha favorecido a esos productores pero está lejos de generar ingresos sustanciales para la CPRDP. Mientras tanto, los programas, y la institución, se alejan de lo que es la naturaleza de la televisión cultural.

Estos ejemplos son pertinentes porque, más allá de la anécdota, ilustran tendencias nocivas para el desarrollo de las instituciones culturales autónomas del país.  En primer lugar vemos cómo se ha promovido, con cierto éxito, la idea demagógica de que el mercado es más eficaz que el Estado para desarrollar y mantener instituciones sociales, culturales y educativas. Al aceptar el contubernio entre filantropía y comercialización, bajo el supuesto de una mayor eficiencia, se busca que el Estado abandone su  responsabilidad ante estas instituciones y traspase sus recursos a entidades del mercado, tal y como pasó con el sistema de salud y su legendaria “tarjetita”. 

Puerto Rico invierte en cultura hoy apenas una fracción del nivel que recomienda la UNESCO que es el 1% del PIB. A partir de las promesas del mercado y de la nueva economía, la tendencia apunta a reducir más ese gasto que ahora se posiciona como inefectivo, al menos en el plano retórico.  Por otro lado, se fortalece la privatización depredadora, mediante la cual un número de empresas se apoderan de instituciones públicas para convertirlas en entidades rentables.  Lo que ya pasó con el sistema de salud se ha pensado para la educación:  el desmantelamiento del aparato público funcional, basado en el principio de servicio, con empresas que funcionan bajo la lógica de la plusvalía. El mecanismo propuesto es el mismo que se utilizó en Nueva Orleáns luego del desastre de  Katrina:  reemplazar el sistema público por escuelas privadas mediante el sistema de vouchers. El nuevo sistema dejó en la calle a miles de maestros mientras su estructura financiera garantiza ganancias notables para los dueños de las escuelas.

Podemos concluir que la dificultad de superar la pequeña filantropía nos fuerza a confiar más en las instituciones estatales y organizaciones no gubernamentales (ONG). Al no poder contar con el apoyo del mercado; se  necesita irremediablemente del subsidio directo y recurrente del Estado, mediante procedimientos que permitan constatar responsabilidades y competencias. Las instituciones del mercado no son una opción real para un país moderno, y mucho menos de nuestra escala.  La UPR podrá organizar un fondo dotal consecuente como contempla su presidente Antonio García Padilla, pero en el mejor de los casos éste  tan solo podrá aportar una parte mínima de los fondos que requiere una universidad pública de calidad. Nunca podrá reemplazar la responsabilidad fiscal del Estado, la cual, afortunadamente, está consignada en la Constitución del país. 

Es importante reconocer, que aun la filantropía de gran escala de Estados Unidos y Europa no basta para cumplir con los retos de la responsabilidad social. William R. Brody, presidente de la Johns Hopkins University, reconoce que a pesar de los enormes fondos dotales de universidades como Harvard, Yale, Princeton, Stanford y Texas, y el hecho de que más de sesenta colleges y universidades en EEUU poseen bienes que generan sobre $1,000 millones anuales, el financiamiento multi-estatal sigue siendo el recurso principal para el desarrollo de universidades de calidad en un mundo globalizado. (William R. Brody, “College goes global”, Foreign Affairs,  marzo-abril, 2007)

La filantropía en Puerto Rico sigue siendo una quimera, una meta a largo plazo que requiere cambios profundos en la cultura empresarial para que algún día  pueda ser consecuente. Pero cabe preguntar, antes de que ésta se pueda dar, si es necesario mejorar el nivel de competencia de las agencias y las instituciones subsidiarias, y por lo tanto su prestigio y visibilidad. No hay duda alguna de que el éxito filantrópico de muchas instituciones europeas y estadounidenses se debe a la calidad de sus programas y al valor emblemático que ostentan. Por esta razón debemos incorporar, con sentido de urgencia, el objetivo ineludible de mejorar nuestras instituciones. Por el momento, los sistemas educativos estatales ameritan fortalecerse, no ser abandonados y desmantelados, y  el nivel de inversión del Estado en cultura debe estar a la par con los niveles recomendados por la UNESCO. Se trata de poner al día el apoyo del Estado a sus agencias culturales, mientras se implanta un sistema de subsidiaridad que aliente y estabilice las organizaciones culturales autónomas bona fide.

Recaudar fondos filantrópicos es una meta deseable, pero en el mejor de los casos nunca será más que un recurso complementario y no sustantivo. Además, puede que no haya situación más nociva para la salud de la educación y la creación intelectual y artística que la dependencia del mercado, cuya subcultura tiende a lo trivial, al imperativo de la ganancia y a la protección instintiva de una ideología conservadora y exclusivista

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