martes, 27 de mayo de 2008

La finca criolla y la pasión del afuera, salidas de la crítica puertorriqueña


Juan Duchesne-Winter

  

Las páginas de Plural han tenido el atino de presentar varios artículos polémicos sobre el estado de la literatura puertorriqueña actual. Los comentarios de Francisco Font Acevedo, Juan Carlos Quintero Herencia y Eduardo Lalo ejercen una crítica libre y desmelenada, sin pagar peaje a los nombres e instituciones con nimbo de autoridad.

Font les atribuye a Carmen Dolores Hernández y a Edgardo Rodríguez Juliá, la reseñista oficial de El Nuevo Día, y el escritor más cercano a dicho periódico, un terrible complejo de inferioridad compensado con la megalomanía. No hay que estar de acuerdo con todo lo que dice Font para apreciar no sólo la pertinencia de algunos de sus argumentos sino el valiente hara kiri que se practica al meterse con la única publicación de circulación nacional, manejada por el emporio Ferré-Rangel, que registra qué existe y qué no debiera existir en la política y la cultura del país. Sabemos que a partir del momento de publicar tales expresiones, el interesante narrador de nuestro siglo XXI, Francisco Font, ha pasado a la dimensión desconocida, o al menos ya no debiera existir según El Nuevo Día. Juan Carlos Quintero es un punto menos directo que Font: advierte que su voz es “una emanación sin origen” y reclama hablar en nombre de ciertos entes ficticios de su blog personal. Eso quizá le salve de la excomunicación de El Nuevo Día, pero lo cierto es que denuncia con claridad el carácter de “brochure” desabrido y previsible de las reseñas firmadas por Carmen Dolores Hernández. Eduardo Lalo, en comentarios de mayor aliento y profundidad (fruto del contexto más holgado y estimulante de una entrevista), se sitúa más allá de la expulsión de la hacienda Ferré-Rangel o de cualquier otra finca criolla, porque asume la condición de invisibilidad del acto mismo de escribir en este margen del margen que es Puerto Rico, y hábilmente transforma esa invisibilidad en una fatalidad interesante.

En un país donde las relaciones humanas no cuentan con mayor asidero institucional, por lo que deben valerse de precarios rituales de reverencia y deferencia, cualquier comentario crítico se magnifica como gran insulto imperdonable. Font, Quintero y Lalo acaban de señalarse ellos mismos la puerta de salida. No pretendo resumir todo lo que dicen estos autores, sino destacar a trazos gruesos los gestos inconfundibles con los cuales señalan un espacio literario del afuera y se invitan a sí mismos a emprender la salida con respecto a lo que hay (hasta cierto punto, Eduardo Lalo da indicios de haber salido hace rato sin necesidad de dar un portazo). Considero que éste es el ademán más valioso de los tres artículos y de Plural: señalar que el espacio literario en su conjunto está en otra parte, fuera de la gran finca criolla (me baso en la metáfora de Carlos Gil Ayala). También sabe a bálsamo la irreverencia con que Font y Quintero denuncian un ambiente cultural “bobalicón”, “infantil” o “idiota”. Cierto es que una escena pública fuerte y vigorosa debe soportar el morbo de la “tiraera”, y encima disfrutarlo.

El problema es que la literatura puertorriqueña actual no cuenta con una escena pública vigorosa. En tal caso la consuetudinaria “tiraera” redunda en un personalismo amargo y estéril. Si bien la sección de Plural que presenta estas tres declaraciones se llama “Literatura puertorriqueña actual”, notamos que las más fuertes imprecaciones van contra la escasa y mediocre crítica realmente existente en el magro ambiente público del país, es decir, la que proviene de los medios de comunicación de masa. Los tres autores apenas abordan el estado actual de la literatura puertorriqueña; más bien reclaman una crítica para ese afuera donde sitúan la literatura que merece su nombre. Considero que esa crítica ya existe, precisamente fuera del espacio público y de los escuálidos predios que El Nuevo Día y otros medios de comunicación confunden con el Universo.

La tarea pendiente es institucionalizar dicha crítica como espacio público nacional congruente con la pasión del afuera que alimenta a los escritores puertorriqueños de nuevas generaciones. Solicito que no se confunda esta pasión del afuera con los deseos (naturales y nada extraordinarios, por supuesto) de acceder a los mercados internacionales. Se trata de una pasión de exterioridad del lenguaje literario y de la voz desde la cual se habla. La literatura puertorriqueña actual, o al menos la que más nos reclama, no pretende “salir de la isla”, sino asumir la isla misma y escribir desde ella como un afuera sin límites, como condición de exterioridad radical, en la medida en que ésta implica una condición universal humana. Eduardo Lalo no se refiere a otra cosa en su entrevista. Tanto la crítica como la literatura ganan mucho cuando asumen el margen del margen puertorriqueño que nos coloca en una paradójica condición de aislamiento sin límites. Corresponde asumirlo como regalo y potencia para crear un lenguaje único y singular.

Asumir la gran pasión del afuera que implica la condición isla nos evita muchas jeremiadas poco originales e innecesarias. Nos ahorra el cansino lamento borincano y la perorata del pobrecito colonizado. Nos permite reconocer que es perfectamente natural que a la literatura de una antilla pequeña y dependiente ubicada en el archipiélago marginal de un gran continente colonizado le cueste muchísimo captar siquiera una mirada distraída de la república mundial de las letras. Nos permite reconocer que el lugar del mundo que nos corresponde vive la paradoja de medrar en el centro de grandes flujos de capital controlados por otros centros que precisamente reproducen nuestra marginalidad. También nos permite valorar cuánta rareza ejemplar encierra el hecho de que en Puerto Rico se produzca una literatura interesante, con una voz encantadoramente singular, y sospechar que ello es posible gracias al horizonte que nos otorga nuestro aislamiento sin límites en el centro de la marea globalizadora. En fin, la cuestión es mental, o más bien literaria, pues una inclinación innegable de la literatura es buscar el paradójico lugar en el mundo en el cual instalar su espacio del afuera, es decir, su reino de la imaginación sin fronteras.

Es a partir de esta instalación fundamental en el espacio literario, que la crítica puertorriqueña ha logrado crear sus instituciones y el consecuente espacio público sin atenerse a los lindes de la finca criolla, e incluso considerar esos lindes como adorno del paisaje que nos corresponde para mal y para bien. Los recursos disponibles son enormes, porque son mayormente humanos e imaginarios. Pese a la plaga de Guaynabo City, la clase media puertorriqueña todavía genera una cantidad significativa de lectores y escritores talentosos. Decenas de estudiantes y académicos puertorriqueños dentro y fuera del país laboran como custodios, curadores y creadores de un acervo crítico-literario de envergadura vinculado a la tradición iberoamericana y sus desprendimientos y mezclas emergentes. Las universidades se han contraído con respecto al espacio público y ello es una tendencia estructural. Ciertamente la mediocridad mediática contamina a la academia. Pero una academia asumida en sus dimensiones extra-burocráticas (más allá de cierta pose anti-académica bastante oportunista, que encubre la insuficiencia), puede prestar apoyos coyunturales a la pasión del afuera. El reto es seguir creando la nueva institucionalidad, dotada de los lenguajes, los medios y las perspectivas congruentes con la pasión literaria de nuestro tiempo. Hablamos, por supuesto de premios, revistas, publicaciones, editoriales, eventos de encuentro. Ante ello, la polémica sobre cuán justa o injusta pueda ser la “tiraera” contra Rodríguez Juliá o Carmen Dolores Hernández, contra sus detractores o contra cualquier otra mayordomía o peonaje de la finca criolla, circula sin detenerse en los inevitables personalismos, hacia esa otra cosa que nos apasiona y nos llama desde el espacio literario.

 

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