martes, 27 de mayo de 2008

Contradicciones e incoherencias


Roberto Gándara Sánchez



En su libro Supercapitalism (2007), Robert Reich, quien fuera Secretario de Trabajo el la administración del presidente Clinton, expone una reconversión personal en cuanto a las supuestas virtudes de lo que se conoce oficialmente como responsabilidad social empresarial (RSE). De haber sido un fiel creyente en que la implacable búsqueda de ganancias –el imperativo de toda empresa– es compatible con la responsabilidad social, ahora piensa que la RSE representa una desviación de prácticas capitalistas tradicionales que socava los fundamentos de la vida democrática.

El tema principal del libro no es la RSE, sino la transformación de las estructuras económicas en Estados Unidos y el mundo durante las últimas tres décadas, bajo las normas de la llamada nueva economía que él designa como “supercapitalismo”. Es un nuevo ordenamiento de políticas económicas, cuya base ideológica ha sido formulada y promovida por las teorías de Milton Friedman y su escuela neoconservadora, conocida como neocoms o The Chicago Boys. En su libro, Reich describe las estructuras, interpreta las dinámicas, detecta las causas y evalúa las consecuencias de esa nueva economía que privilegia el consumo, el mercado libre, el retraimiento del Estado Benefactor y la hipermovilidad de la producción, los servicios y, sobre todo, del capital de inversión. Su tesis es que el capitalismo democrático de los años de la posguerra, dominado por oligopolios que controlaban los mercados y a la misma vez asumían responsabilidades sociales como socios del Estado, ha sido sustituido durante las últimas cuatro décadas por un comercio global organizado en torno a los valores del consumo y la inversión. Una feroz competencia mundial para ofrecer más y mejores productos a precios bajos (bueno para los consumidores) y mayores rendimientos a corto plazo para la inversión de capital (bueno para los inversores), ha tenido dos efectos paralelos: aumentar la producción de riquezas a niveles nunca antes vistos, y alterar radicalmente el tejido social y cultural, en detrimento de prácticas y valores democráticos.

En este nuevo orden económico, donde impera la desregulación, la privatización, el retraimiento del sector público, y para el cual la única meta corporativa es maximizar ganancias, hay poco espacio para empresas que tratan de asumir algún tipo de responsabilidad social. Reich traza la teoría y práctica de la RSE a finales del siglo XIX, y ubica su punto de maduración en la época del capitalismo democrático de la posguerra. Para esa época, la idea de la RSE se había institucionalizado en el mundo empresarial, lo que explica que haya llegado a ocupar un espacio privilegiado en los currículos de las facultades de comercio de Estados Unidos. Hoy, sin embargo, comienza a dominar la doctrina promulgada por Friedman y sus discípulos al efecto de que la responsabilidad social empresarial no es cónsona con los principios de eficiencia comercial; es decir, que es nociva para el mundo competitivo del libre mercado. Además, insiste Friedman, la salud social es el resultado natural y automático de las dinámicas del libre mercado, por lo que no hacen falta programas dirigidos al bien social, sean éstos gubernamentales, empresariales o del tercer sector. Más aún, la intromisión del mercado en asuntos sociales sin que medien ganancias tiene usualmente un efecto negativo. Para el pensamiento neoconservador de Friedman y sus discípulos, por lo tanto, la RSE, al igual que la participación directa del Estado en la economía, crea más problemas de los que soluciona.

Ese reclamo ideológico radical ha encontrado un caldo de cultivo en las instituciones de la economía global, generando un intenso cabildeo a favor de la privatización (la apropiación de servicios públicos rentables por parte del mercado), la desregulación de las actividades comerciales, el traspaso de recursos del Estado al sector privado y el retraimiento del poder de las burocracias gubernamentales.

Reich identifica una paradoja en este devenir histórico. Mientras más se benefician los consumidores como resultado de la competencia por ofrecer más y mejores productos a precios más bajos, y mientras los inversionistas ven sus réditos aumentar a corto plazo, más presión se ejerce sobre las empresas para reducir sus costos de producción, ampliar sus mercados y aumentar ganancias. El resultado de este clima de escalonada competitividad global ha sido la proliferación de deslocalizaciones, de políticas laborales más restrictivas y la adopción de políticas públicas que privilegian metas de desarrollo económico sobre los valores de equidad, participación democrática, justicia social y la integridad del ambiente.

Reich identifica como uno de los males de este estado de situación, el enorme aumento de gastos corporativos dirigidos a influenciar al sector público. Vale destacar la proliferación de cabilderos que representan intereses corporativos en Washington, DC (vea tabla). Otro factor de cooptación del sector público por parte del mercado es el aumento de donativos a campañas políticas. Las contribuciones corporativas a éstas, por ejemplo, se duplicaron en un breve lapso de 20 años, alcanzando en el año 2000 la astronómica cifra de $1,000 millones.

De modo que, según Reich, el acoso a las instituciones democráticas proviene de dos direcciones. La primera se asienta en la pérdida de confianza general en las instituciones del Estado como resultado de la creciente desesperanza y desasosiego ante el aumento de la inseguridad económica, la inequidad y la inestabilidad laboral. La visión de un progreso continuo y estable hacia un escenario de clase media accesible a todos bajo la sombra generosa de un Estado Benafactor (el American Dream de la posguerra) se ha desvanecido ante la persistencia e intensificación de los niveles de desigualdad y exclusión, la expansión cuantitativa de la pobreza, la liquidez del mercado laboral y el dominio que comienza a ejercer el sentimiento de incertidumbre; es decir, de desconfianza ante las posibilidades del futuro. La segunda fuente de acoso a la democracia es la cooptación de la esfera pública por el mercado mediante prácticas corruptas de influencia política para promover la lógica de la nueva economía. La esencia de la democracia para Reich no es el sistema electoral, sino la acción concertada de ciudadanos en búsqueda del bien común; por lo tanto, en un escenario en que es el mercado y no los ciudadanos el que impone las reglas, quien pierde es la democracia.

Reich no es un socialista radical, por lo que insiste en reconocer que el sistema capitalista es esencial para la democracia porque ésta requiere centros privados de actividad económica, independientes de la autoridad del Estado, sin los cuales los ciudadanos no podrían disentir y subsistir al mismo tiempo. Sin capitalismo, en otras palabras, no puede haber democracia. Pero la economía de mercado, en cambio, no necesita de la democracia para ejercer su dominio. El caso de Chile le sirve de ejemplo. Augusto Pinochet no tardó en implantar las teorías económicas de Friedman, pero su dictadura cleptocrática, con Friedman de asesor a su lado, duró más de quince años.

Pero el peligro para la democracia no reside en golpes militares y seres moralmente corruptos y sanguinarios como el dictador chileno. Yace más bien en las estructuras profundas del llamado “supercapitalismo”. La paradoja actual, dice Reich, es que los cambios dirigidos a beneficiar el consumo y la inversión han erosionado las herramientas políticas y culturales que atemperaban la desigualdad y generaban confianza en las instituciones. En palabras del autor, “al debilitar la red de la seguridad social, el orden supercapitalista ha respondido bien a las necesidades de consumo individual, pero no a las aspiraciones ciudadanas”.

La transición del capitalismo democrático al supercapitalismo, también afectó el concepto y la práctica de la RSE, por lo que Reich le dedica un capítulo al tema (“Politics Diverted”). En la base de esa trasformación sistémica yace la movediza relación entre las corporaciones y el Estado, que ha logrado alterar las prácticas tradicionales de bienestar social y promoción cultural. Por ejemplo, se percibía antes de la nueva normativa global, que los campos de la educación, la salud, la vivienda y el trabajo eran responsabilidad principal del Estado, en las cuales entes del mercado participaban activamente pero bajo reglas que el primero fijaba y administraba. Ahora, en cambio, se promueve la idea de que el sector privado sea quien se ocupe de estas funciones, bajo sus propias normas.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, dice Reich, el panorama económico mundial estaba dominado por megaempresas, muchas de ellas oligopolios o monopolios, cuya escala y estabilidad les proveía el lujo de pensar metas a largo plazo y considerar el bienestar personal y comunitario de los sectores laborales. Ahora, sin embargo, son otras las reglas del juego y éstas excluyen asumir responsabilidades sociales. Las empresas multinacionales saben que es necesario organizar una nueva normativa, un nuevo contrato social que no incluya la responsabilidad social empresarial, particularmente en lo que atañe al campo laboral. No es de extrañar, por lo tanto, que el primer ataque a la tradición de la RSE vino de la derecha neoliberal. Fueron precisamente Milton Friedman y sus discípulos neocoms los que esbozaron el argumento de que la única responsabilidad social de las empresas era obtener ganancias (profit making) y que lamentablemente algunos ejecutivos capitulaban por debilidad ante las presiones de argumentos politically correct promovidos por los cabilderos del RSE. Para la mentalidad neoconservadora, la meta de toda empresa y la responsabilidad social empresarial no son compatibles, ni siquiera a largo plazo.

No obstante, la idea de la RSE sobrevive en el mundo empresarial, aunque tan solo sea por su valor retórico. En otras palabras, sigue considerándose bueno para la imagen pública de las empresas y sus ejecutivos. Las razones son múltiples: en primer lugar, la promesa de ser socialmente responsable ayuda a evitar que el Estado adopte legislación y políticas reguladoras que podrían afectar adversamente las metas comerciales. En el sector ambiental, un ejemplo que usa Reich, las empresas culpables de derramar petróleo en los océanos están prestas a anunciar su compromiso con el ambiente y la implantación de nuevos controles autoimpuestos. El mensaje es que no hace falta imponerle reglas a compañías comprometidas con el ambiente y que son socialmente responsables. Por eso, la clase política dominante en Estados Unidos suele criticar los abusos esporádicos de las compañías petroleras, mientras conspira para entorpecer la adopción de medidas reglamentarias que evitarían esas prácticas.

Una segunda meta estratégica de la RSE es disfrazar medidas económicas con criterios de responsabilidad social. La decisión de Dow Chemical de reducir emisiones de carbón se toma porque reduce costos de producción, no para proteger el ambiente. De igual forma, cuando Starbucks otorgó un seguro de salud a sus empleados no lo hizo para ser más responsable con sus empleados, sino para reducir el nivel de turn overs. En el campo de las inversiones ocurre lo mismo. Cuando el Sistema de Retiro de Empleados Públicos de California anunció una inversión de $200 millones en el sector de nuevas tecnologías ambientales insistió en el valor social del evento, pero lo que verdaderamente justificó la inversión fue la aspiración a obtener buenos réditos de una industria en expansión. En otras ocasiones, la presión de los consumidores ha forzado la adopción de políticas corporativas que luego se anuncian como socialmente responsables. Este es el caso de Wendy’s cuando abandonó la práctica de freir su comida con trans fats. El motivo no fue ser más responsables con la salud pública sino proteger sus mercados en áreas donde los consumidores comenzaban a rechazar ese producto. Estos ejemplos, insiste Reich, denotan smart management y no responsabilidad social.

Un tercer valor estratégico de la RSE es comunicarle a nuevas generaciones de jóvenes talentosos que el mercado ofrece buenos privilegios económicos y sociales, mientras abre oportunidades para ser socialmente responsable. El mensaje es que no hay por qué aceptar sacrificios económicos como los del magisterio o el trabajo social para hacer el bien, cuando las instituciones del mercado proveen, junto a obvias ventajas económicas, la satisfacción psicológica de ser responsable con la comunidad.

Pero a Reich no le interesa vilipendiar a las empresas ni promover el cinismo. No se trata de un asunto moral de buenos y malos, sino de reconocer los imperativos reales de la nueva economía. La conducta de las empresas hoy, dice, no delata falta de conciencia social o posturas inmorales; simplemente responde a su propia lógica, a la presión de consumidores e inversores en un mundo cada vez más competitivo. Para los inversores y sus agentes, la responsabilidad social no es un elemento particularmente atractivo; tan solo cuentan las promesas de ganancias a corto plazo. El largo plazo hoy no es más que el valor de ganancias futuras. En cuanto a los consumidores, ocurre lo mismo. ¿Cuántos estamos dispuestos a pagar más por lo que consumimos a cambio de que las empresas sean más socialmente responsables?

Los fundamentalistas del mercado insisten en que apoyar proyectos sociales, culturales y ambientales diluye la energía necesaria para competir con éxito en el mercado global. Reich coincide con la idea de que la responsabilidad social es incompatible con los intereses corporativos, pero desde otro punto de vista. Él insiste, como parte central de su tesis, que a quien le corresponde asumir la responsabilidad por el bienestar social es al Estado y no al mercado. Es a éste a quien le toca proteger el ambiente y proveer educación, salud, vivienda, seguridad social, paz y estabilidad laboral, mientras vela por que la interacción del mercado no afecte negativamente el tejido social y la cultura democrática.

Resulta irónico, dice el autor, que el activismo empresarial en programas sociales y culturales impida que se implanten reformas institucionales reales y necesarias para el bien común. Por otro lado, el dinero que reparten las empresas en el campo político, directa e indirectamente, tiene el efecto de corromper la clase política y las burocracias gubernamentales, limitando así su capacidad real de reglamentar adecuadamente los excesos del mercado y de promover con éxito la justicia social.

Reich reconoce que la tradición de la RSE se ha expandido al grado de dominar el ethos corporativo de su país. Lo que se debate a diario en el ámbito corporativo no es si se debe invertir en programas de bienestar social, sino los detalles de cuánto, a quién y en qué momento. No obstante, debemos tener presente que la RSE esconde una agenda de mercado cuyo objetivo principal es reducir la capacidad del Estado para enfrentar los retos sociales y culturales en los tiempos que corren, entre los cuales está, antes que nada, la salud y supervivencia de las instituciones democráticas.

 

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