martes, 27 de mayo de 2008

El origen de los nacionalismos


Lauraliz Morales Silva

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Los debates sobre la política territorial en España parten de un problema de definición de los conceptos autonomía y nacionalismo. Este artículo describe cómo diferentes comunidades conciben estos términos, sin lograr, hasta el momento, satisfacer sus demandas por redefinir su relación con el Estado español.

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Plural ha mencionado, en sus ediciones 7, 11 y 13, cómo los debates tradicionales sobre la política social en España entre izquierdas y derechas son opacados en la actualidad por el asunto de la política territorial. Este giro se debe a los continuos reclamos de comunidades como Cataluña y Euskadi, que cuentan con culturas y lenguas propias, y cuyo proyecto político primordial continúa siendo la reforma de su relación con el Estado español. En su libro, España: la evolución de la identidad nacional, el historiador Juan Pablo Fusi reconoce que estos reclamos nacionalistas son el resultado de múltiples y complejos procesos históricos de afianzamiento de identidades y de la consolidación de una conciencia colectiva que interpreta “la personalidad regional como constitutiva de una nacionalidad propia y distinta”. (pág. 213)

Los movimientos políticos nacionalistas son relativamente recientes; aparecieron en Cataluña y el País Vasco en las últimas décadas del siglo XIX, y en Galicia, en los primeros años del siglo XX. No obstante, la extensión de estos movimientos fue lenta y desigual. Antes de tener traducción política, los nacionalismos comenzaron a surgir como resultado de sentimientos regionalistas que buscaban reconocimiento por parte del Estado español de las particularidades culturales, tradicionales y locales de sus regiones y provincias. En sus orígenes, eran movimientos conservadores que no buscaban la independencia sino la descentralización del Estado con el fin de mantener y restablecer las competencias regionales tradicionales de cada región.

Cuando la política ultracentrista del Estado liberal atentó contra estas tradiciones a mediados del siglo XIX, el regionalismo comenzó a incorporarse en una sensibilidad reaccionaria que reclamaba la defensa de prácticas y derechos locales tradicionales. A partir de 1890 el regionalismo tradicional fue desplazado por nuevos movimientos políticos abiertamente nacionalistas en Cataluña, Euskadi y, más tarde, en Galicia. Los temas regionalistas desarrollados a lo largo del Romanticismo, como la revalorización de la lengua, la recuperación de la historia y la articulación de una caracterización propia, fueron los cimientos de nuevos movimientos políticos de corte nacionalista. El cambio de regionalismo a nacionalismo, por ende, se da en la medida en que estos elementos pasan de ser meras expresiones románticas de la identidad de una comunidad regional a aspiraciones políticas concretas y estructurales.

El regionalismo gallego comenzó a articularse a mediados de la década de 1840 con la publicación del primer periódico galleguista, El Clamor de Galicia, en 1854 y de proyectos regionalistas de recuperación historiográfica y literaria como Historia de Galicia (1866) de Manuel Murguía. No obstante, no fue hasta marzo de 1885, con la presentación del Memorial de agravios de Cataluña, que el concepto “regionalismo” comenzó a cobrar un carácter político en España. El Memorial exponía los agravios históricos de Cataluña, las razones de la decadencia de España y afirmaba que la reorganización regional y la descentralización del Estado español, eran medidas necesarias para impulsar el progreso tanto de la nación española, como de Cataluña. Se proclamaba el derecho de todas las regiones españolas a la autonomía como garante de un bien nacional común.

Entre 1886 y 1893 se publicó en Barcelona la revista La España Regional, impulsada por Francisco Romaní y Puigdendolas y José Pella y Forgas, inspiradores del Memorial de agravios de 1885. La España Regional defendía el catalanismo católico, afirmando que el regionalismo era la verdadera realidad de España y el fundamento de la unidad nacional. Fusi expresa que éste “fue un regionalismo que, lejos de cuestionar la unidad de España, veía en la descentralización y en la afirmación de la personalidad de las regiones, y en primer lugar, de la personalidad catalana, la mejor fórmula para salvaguardar la unidad nacional”. (pág. 206)

El fuerismo, que reclamaba el restablecimiento de instituciones históricas autónomas vascas y navarras, fue un movimiento paralelo al regionalismo catalán temprano. Tuvo algunos logros concretos como la ley del 16 de agosto de 1841 que definió a Navarra como provincia foral con amplios poderes administrativos y gubernamentales y con una cierta autonomía fiscal. Poco después, un decreto de 1844 permitió el restablecimiento parcial del sistema foral en las provincias vascongadas. Pero la abolición de los fueros en 1876 intensificó en Euskadi la defensa de las instituciones autónomas, la lengua y cultura vascas; estimulando así el activismo político-cultural de la herencia euskalduna.

Frente a la amenaza del Estado liberal ultracentralista, comenzaba a concretarse la idea de unir políticamente a la comunidad vasca en un partido, entiéndase un movimiento regionalista vasco, basado en la defensa de sus intereses particulares. Fuera de Cataluña y el País Vasco, sin embargo, el regionalismo seguía siendo, en la mayoría de los casos, un sentimiento vago y apolítico; a penas una manifestación de orgullo localista.

Aunque el nacionalismo vasco y su creador, Sabino Arana, vivirían momentos decisivos en la política española a finales del siglo XIX y principios del XX, como la fundación del PNV (Partido Nacionalista Vasco) en 1894 y su participación en las elecciones nacionales en 1918, este movimiento no mostraba entonces la madurez de las aspiraciones nacionalistas catalanas. Mientras Cataluña luchaba por convertirse en una región autónoma, según definida por Prat de Riba, regida por cortes catalanas elegidas según la tradición nacional catalana, con plenos poderes sobre la educación, cultura, el sistema judicial, etc., el nacionalismo vasco aspiraba a una unión de las provincias vascas españolas y francesas, organizada según sus propias leyes forales y bajo la dirección de la Iglesia, pero sin que mediara una separación política de Francia y España. La comunidad vasca no reclamaba la soberanía política, más bien afirmaba que la raza vasca, la lengua y la religión eran elementos que los definían como otra nación.

El catalanismo, por su parte, tuvo logros concretos como la creación de la Lliga de Catalunya en 1887, la cual se habría de convertir en la fuerza central de la política catalana hasta 1923 y luego se movilizaría para obtener la autonomía política y económica de Cataluña frente al Estado español, con la creación de las Bases per la Constituciò Regional Catalana, en 1892; y la aprobación, en 1913, del proyecto de la Mancomunidad catalana. Ya no se trataba de regiones españolas que pedían la descentralización territorial, sino de movimientos que se concebían como representantes de naciones propias y distintas de España, por lo que exigían el derecho al pleno ejercicio de su soberanía, o, al menos, a la autonomía jurídica dentro del Estado español.

La II República, proclamada en 1931, puso en marcha el primer intento político español de responder al problema de los nacionalismos regionales, a las demandas de más democracia y de reformas administrativas a nivel local y provincial. La República, sin embargo, procuró en todo momento mantener la estructura del Estado unitario. Aunque confería diferentes grados de autonomía a Cataluña, Euskadi y Galicia (dándole preferencia a Cataluña), por tener, cada una, su cultura particular, el régimen republicano nunca contempló la idea de federalizar el Estado español. La concesión de Manuel Azaña a los catalanes no incluía el reconocimiento de un Estado plurinacional; más bien era una forma de acceder a reclamos autonómicos particulares que representaban, para entonces, el mayor problema político de España. La Constitución de 1931 admitía la autonomía de Cataluña sin alterar el carácter unitario del Estado, distinguiendo entre competencias exclusivas del gobierno central, que eran legisladas en Madrid y ejecutadas por la región autónoma, y competencias legisladas por ésta última.

No obstante estos adelantos, el progreso de los movimientos nacionalistas fue truncado por el movimiento nacionalista español que llevó al levantamiento militar del 18 de julio de 1936 y a los años de dictadura bajo el general Franco. La dictadura nacionalista reaccionaria de carácter militar y antiseparatista fomentaría un estado ultracentralizado y católico que percibía los reclamos autonomistas como una amenaza a la unidad nacional. El carácter anticatalanista y antivasco de la dictadura franquista significaría la pérdida de conquistas nacionalistas, al derogar los Estatutos de Autonomía de Cataluña y del País Vasco, y condenar al exilio, la cárcel o al paredón, a muchos nacionalistas.

La represión franquista precipitó movimientos de resistencia, entre los cuales quizás el más notable fue la creación de ETA (Euskadi ta Askatasuna “Euskadi y libertad”) en 1959. Desde 1968 esta organización utiliza la estrategia de la violencia y el terrorismo como vía hacia la liberación nacional de Euskadi.

 La monarquía de Juan Carlos I y su primer jefe de gobierno, Adolfo Suárez, pretendieron aminorar los daños de la dictadura y responder a las demandas nacionalistas, creando, con la Constitución de 1978, un Estado moderno, democrático y plurinacional. La Constitución sembró la democracia formal en España e instauró el Estado de las Autonomías en reconocimiento de la identidad cultural e histórica de Comunidades Autónomas como Cataluña, el País Vasco y Galicia. También le extendió la autonomía a otras regiones como Valencia, Baleares, Canarias, Navarra y Asturias. Entre 1979 y 1983 se constituyeron 17 comunidades autónomas. No obstante, lejos de crear un Estado federado con el mismo nivel de competencias para todas las regiones, abrió el escenario político a que cada comunidad negociara con el Estado sus estatutos autonómicos particulares, al grado de establecer un procedimiento constitucional para revisar cada uno.

Se creó un nuevo modelo de Estado descentralizado, en el cual cada región se convertía en una comunidad autónoma con autogobierno, parlamento autonómico, tribunales de ámbito regional y un Estatuto de Autonomía particular que definía y limitaba sus competencias. Las nacionalidades históricas, Cataluña, País Vasco y Galicia, optarían por una vía rápida hacia una autonomía más plena. Navarra, por su parte, se constituiría en Comunidad Foral, respetando su tradición foralista. Las autonomías y la transferencia de competencias al resto de las regiones, sin embargo, vendrían sólo paulatinamente.

La Constitución también intentaba poner un alto a los actos terroristas de ETA y satisfacer la demanda popular de amnistía, legalizando la bandera vasca y reconociendo el sistema foral de Euskadi. Para lograr estos objetivos, la Constitución incluyó disposiciones que derogaban leyes como la de 1876 que había abolido los derechos de los territorios forales de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra. No obstante, el PNV y ETA no recibieron la Constitución con entusiasmo, pues ésta no reconocía otra fuente de soberanía que la española. ETA, por lo tanto, continuó utilizando prácticas terroristas como herramienta de presión para lograr su proyecto político: una autonomía plena, la amnistía total, la integración de Navarra al País Vasco y legislación favorable a los trabajadores vascos.

Es una innegable realidad que, a la fecha, los reclamos nacionalistas en España no han sido atendidos plenamente. Esto se debe, en parte, a la ambigüedad de la Constitución, que proclama la unidad de la nación española como patria común e indivisible, al mismo tiempo que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española. Por otra parte, la acción de la Constitución de generalizar las autonomías, confiriéndola a regiones que no la reclamaban, contrasta con las limitaciones impuestas a las nacionalidades que llevaban años luchando por ella.

A pesar de que se acerca la conme-moración de los 30 años de la Constitución, la pluralidad de nacionalidades en España continúa siendo motivo de malestar social, lo que explica los debates actuales sobre la definición de la política territorial. Por un lado se nota una proliferación de partidos nacionalistas, mientras que la hostilidad ante los nacionalismos está definiendo hoy en gran medida, la identidad política de las derechas viejas y nuevas. Lo cierto es que la Constitución dio lugar a un estatus intermedio hacia la autonomía que, lejos de resolver el asunto, ha permitido perpetuar la condición inestable e irresuelta del Estado español.

 

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