La incertidumbre mundial causada por la expansión de una economía cada vez más globalizada y ajena al control de los gobiernos nacionales, trae necesariamente a la agenda pública el tema de cómo organizar los programas sociales que hasta ahora han sido función del Estado Benefactor, pero que se han debilitado ante el anquilosamiento de las burocracias estatales y las presiones reformistas de la nueva economía. Vivimos hoy una crisis del Estado Benefactor, de sus prácticas y fundamentos, ante el asedido sistemático de la emergente mentalidad conservadora que sustenta la ideología neoliberal de esa nueva economía. De acuerdo a las ideas neoliberales, un mercado autoreglamentado, sin intervención del Estado más allá de velar por el orden y hacer cumplir los acuerdos privados, produce una economía más robusta, lo cual, de por sí, genera bienestar social. Mientras más prósperos sean los sectores privilegiados del mercado, más abundante será el bienestar para toda la población. Se dice que las prácticas estatales dirigidas al ámbito social han estado marcadas por la ineficiencia y el alto costo de las megaburocracias gubernamentales. Ante el fracaso del Estado Benefactor, la respuesta lógica es desmantelar las instituciones estatales, desreglamentar la economía y confiar en las virtudes del libre mercado.
Las dificultades que afronta el Estado posmoderno ante la burocratización de las agencias públicas, los límites de la dinámica electoral, las alianzas de la clase política con los intereses de la nueva economía y la propaganda constante de los medios de comunicación masiva, han abonado el camino a esta ofensiva ideológica, por lo que el Estado Benefactor (con sus políticas paternalistas, laborales, reglamentarias y proteccionistas) se encuentra hoy en franco deterioro en todas partes del mundo y tocado por la inseguridad y la incertidumbre.
No obstante, la experiencia real apunta a que los reclamos del mercado también están marcados por rotundos fracasos, debido a que la hegemonía del lucro, que es lo que define sus acciones, causa en ocasiones efectos dañinos, mientras debilita y entorpece el desarrollo de instituciones de servicios sociales que no son rentables. Las sucesivas crisis mundiales en los campos de la salud, la educación y el trabajo, por no mencionar los efectos devastadores de la globalización sobre el ambiente, la inequidad en la distribución de bienes y el aumento de los flujos migratorios, entre otros, obligan a revalorar el papel del Estado, que a la fecha ha sido intervenido y deformado por la privatización y la comercialización. El reto actual no es tanto perpetuar las estructuras del Estado Benefactor, cuanto pensar en transformaciones correctivas, capaces de hacer frente al deterioro de las instituciones tradicionales y a los reclamos retóricos de los intereses privados. Reflexionar en torno a la antinomia entre Estado y mercado obliga a evadir respuestas simplistas y adoptar una actitud de escepticismo ante los reclamos de los acólitos de ambas respuestas.
La alternativa que propone el mundo corporativo se apoya en el principio de la responsabilidad social empresarial (RSE), mediante el cual las empresas aportan medios para el desarrollo de organizaciones y actividades no rentables de valor social. Esta alternativa pretende contribuir a la estabilidad y buen funcionamiento de la comunidad, debilitar el monopolio del Estado y promover las virtudes del libre mercado. La otra solución propone que el Estado posindustrial asuma la responsabilidad por aquellos servicios sociales esenciales que por naturaleza quedan fuera de los intereses comerciales del sector empresarial. Estos servicios pueden ser suplidos directamente por reformadas agencias gubernamentales especializadas o, como alternativa al anquilosamiento de las megaburocracias, por organizaciones subsidiarias autónomas sin fines de lucro, las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG). Hay que tener presente, mientras la lógica más simple apunta a un esquema que combine ambas iniciativas, la estatal y la empresarial, que lo importante es articular una visión clara de política pública respecto a dónde reside la responsabilidad primaria del bienestar social: en el mercado o en el Estado.
Plural publicó en su edición número 17 (pág. 8), un artículo sobre Subsidiaridad, describiéndolo como un instrumento viable para delegar responsabilidades sociales del Estado en organizaciones especializadas autónomas y no gubernamentales. Allí se estimó que era falsa la premisa de que el apoyo del sector privado a empresas o instituciones culturales y educativas es preferible al subsidio estatal, debido a que éste está sujeto a controles políticos y la censura oficial. Plural entiende que la experiencia dice lo contrario: las dádivas empresariales, que por lo general son precarias, tienden a incorporar fuertes mecanismos de autocensura bajo criterios conservadores de prudencia, conformismo ideológico y buenos modales, todos marcados por un fuerte sentido de inseguridad; mientras que los fondos públicos estabilizados por leyes y convenios interfieren menos con la autonomía operacional de las instituciones subsidiarias. La subsidiaridad se valida precisamente por la inviolabilidad de los principios de responsabilidad social, libertad de acción, eficiencia y autonomía operacional.
Bajo la teoría democrática antiautoritaria moderna, la sociedad civil, mediante sus instituciones públicas, está llamada a participar en la formulación de políticas públicas de Estado, y el gobierno a administrarlas. En esta ética participativa, más que en la franquicia electoral, es donde reside el verdadero espíritu democrático. Por eso, el debate sobre el asunto de cómo implantar medidas de responsabilidad social no es un mero ejercicio retórico, cuanto el cumplimiento de una responsabilidad cívica ineludible.
Alfredo Carrasquillo Ramírez, psico-analista, especialista en cuestiones de la RSE, y promotor de la filantropía privada, resume los fundamentos históricos y las virtudes del activismo corporativo, resaltando los beneficios sociales y empresariales que tal práctica conlleva, particularmente en los tiempos que vivimos. Un segundo artículo parte del análisis de un libro reciente, Supercapitalism, de Robert Reich, profesor de economía de la Universidad de Berkeley y Secretario del Trabajo en Estados Unidos bajo el presidente Clinton. Reich clasifica los presupuestos de la RSE como anacrónicos y expone algunas de sus incoherencias, contradicciones y efectos lamentables para el ethos democrático. Le sigue un análisis empírico de la pequeña filantropía que prevalece en Puerto Rico y las promesas incumplidas del mercado. Los ejemplos citados testimonian con elocuencia el desfase entre la retórica de la nueva economía y la experiencia real.
Uno de los temas de política social más controvertidos del momento –y sobre el cual existe mucha desinformación– es el de las burocracias estatales. Los acólitos del neoliberalismo no cesan de apuntar al fracaso histórico de las burocracias del Estado: su ineficiencia, insensibilidad, rigidez, altos costos, pobre calidad de servicios, obsesión controladora, politización, pretensión tecnocrática y tendencia a monopolizar servicios. Es un tópico común adjudicar la causa de las promesas incumplidas del Estado Benefactor a la naturaleza irredimible de sus megaburocracias. Esta crítica no es irrazonable en tanto se afinca en la experiencia real de la modernidad; pero esta acusación es incompleta y en muchos casos demagógica, porque su análisis es simplista y porque media una agenda escondida de justificar la expansión de las redes del mercado en sustitución de la responsabilidad social del Estado. El dossier, por lo tanto, incluye una reflexión sobre la coincidencia estructural y funcional de las burocracias estatales y corporativas. Al preguntarse si el libre mercado es una alternativa razonable a las burocracias del Estado, se propone que ésta es una falsa antinomia, porque la economía de mercado está atravesada por burocracias corporativas que operan bajo las mismas normas estratégicas que las públicas. Ambas comparten la extensión ciega y avara del poder hacia la sociedad civil. En la economía posindustrial, las poderosas redes de organización burocrática que penetran y organizan la vida económica, son realmente similares a las del Estado. Las organizaciones corporativas burocráticas tienden también a convertirse en instituciones rutinarias, con el fin de dominar y administrar profesionalmente las esferas de la vida, y convertir a la ciudadanía en objetos despolitizados. El control tecnológico, en ambas esferas, se alimenta del culto a la autoridad tecnocrática, lo que es característico de toda oligarquía, por lo que, el término burocracia ya no puede caracterizar únicamente los procesos de planificación política y la administración del Estado.
El dossier contiene también una nota sobre los nuevos filántropos globales, los noveles celebrities de la filantropía global, y otra sobre el surgimiento en Estados Unidos de un cuarto sector: nuevas corporaciones especializadas en proveer servicios sociales, independientemente de su rendimiento económico.
Plural invita a sus lectores a reaccionar sobre este importante tema, que se torna cada día más urgente ante la fragilidad de las anquilosadas megaburocracias culturales y educativas, la demagogia y depredación de la comercialización y la creciente banalidad de las actividades publicitarias massmediáticas del mercado.